El presidente Vladímir Putin, tan amante de recordar hasta los más nimios detalles de todas y cada una de las batallas del Ejército Rojo durante la II Guerra Mundial, no quiere saber nada de todo aquello que huela a derrota y la terrible catástrofe del submarino nuclear Kursk, cuyo 20 aniversario se recuerda ahora, parece que para él lo fue.
Sobre todo porque el navío, un sumergible completamente nuevo y dotado entonces de tecnologías únicas para destruir certeramente portaaviones, buscaba intimidar al Pentágono. Pero se hundió con sus 118 tripulantes delante mismo de la propia flota norteamericana, de los submarinos Memphis y Toledo que estaban cerca. El causante de la tragedia fue un torpedo tan obsoleto que nadie ha entendido nunca qué pintaba allí.
Especialmente humillante para Putin fue el hecho de que su homólogo estadounidense, Bill Clinton, se enterase de lo que le pasó al Kursk antes que él. El fatal accidente se produjo pocos meses después de que el mandatario ruso tomase posesión del cargo para su primer mandato. Supuso para él un enorme golpe, habida cuenta de que su irrupción como líder estuvo marcada por el afán de recuperar para Rusia la grandeza perdida.
Además reaccionó tarde y mal a los acontecimientos. Siguió de vacaciones en Sochi mientras los medios de comunicación rusos, aún no intervenidos por él, escupían inquietante información sobre la confusión e impotencia de la Marina y las autoridades en la tarea de intentar salvar las vidas de los marinos.
Putin tardó diez días en darse cuenta de que tenía que viajar urgentemente al lugar de la catástrofe para dirigir el operativo de rescate y reunirse en Vidiáyevo con las familias. En un primer momento, rechazó incluso la ayuda internacional sin tener alternativas propias para solventar la crisis. El resultado de la investigación tampoco arrojó luz plena sobre los hechos. Las decisiones, tanto las judiciales como las adoptadas por el Gobierno, a día de hoy, no han satisfecho a las familias de las víctimas.
Sin pena ni gloria
Tal vez por este cúmulo de infaustas circunstancias, el máximo dirigente ruso no quiere recordarlo y, por eso, este nuevo aniversario ha vuelto a transcurrir sin pena ni gloria. Un puñado de actos en homenaje a los 118 militares se han celebrado estos días en distintos puntos de Rusia con participación mínima de las autoridades. Putin no ha estado presente como tampoco acude nunca a los actos en memoria de las víctimas de acciones terroristas como las explosiones en varias ciudades rusas en el otoño de 1999 o las masacres en el Teatro Dubrovka de Moscú y la escuela de Beslán.
El submarino nuclear K-141 Kursk, orgullo de la Armada rusa desde su botadura en 1994 y uno de los navíos de guerra más sofisticados de su tiempo, era una inmensa mole de 154 metros de eslora, 18 de manga y un desplazamiento de 18.000 toneladas. Llevaba doble casco e iba armado con 24 misiles de crucero “Granit”, varios de ellos provistos de carga nuclear, y una decena de torpedos.
Se hundió en el mar de Bárents en el curso de unas maniobras el 12 de agosto de 2000 con los 118 miembros de su tripulación. Dos explosiones en la proa hicieron que la nave se fuera a pique y se posara en el fondo a una profundidad de 108 metros. Las deflagraciones acabaron con la vida de una parte importante de la dotación del submarino y la inundación provocada por la vía de agua con casi todos los demás. El mensaje encontrado en el cuerpo de un joven teniente de navío, escrito a ciegas antes de morir y dirigido a su esposa e hijo, indicaba que 23 hombres de los compartimentos 6,7 y 8 del barco se trasladaron al 9, el último de popa, en donde esperaron a oscuras, sin comida ni agua potable, ser rescatados. Se calcula que tuvieron que aguardar la muerte durante dos días y medio.
Dudas sobre la versión oficial
Son muchos los que no están de acuerdo con la versión oficial de que el desencadenante del desastre del Kursk fue un anticuado torpedo 65-76PB, que estalló nada más ser disparado dentro del tubo de lanzamiento. Según el informe, se produjo una fuga del combustible del proyectil submarino (peróxido de hidrógeno), se declaró un incendio y, al extenderse al resto de la munición, hubo una segunda deflagración mucho más fuerte.
A la causa abierta por el hundimiento del submarino se le dio carpetazo en 2002 por «ausencia constitutiva de delito». Nadie resultó culpable de nada, ni los mandos de la flota, ni los que dirigían los ejercicios navales en el mar de Bárents, ni tampoco los responsables de la fabricación e instalación de los torpedos.
En declaraciones a la prensa rusa, el excomandante en jefe de la Flota del Mar Negro, el almirante Vladímir Komoyédov, dijo esta semana que «hay muchas interrogantes sin resolver (...) la investigación realizada en su momento suscita muchas dudas». Todas las miradas de quienes exigieron que se depuraran responsabilidades miraron hacia Putin, que decidió eximir a la cúpula militar de afrontar sus responsabilidades. Se limitó a echar la culpa de todo al mal estado de la flota por la desastrosa situación económica en la que su sucesor, Borís Yeltsin, sumió al país y a las «secuelas» de la desintegración de la Unión Soviética.
Pese a contar con un poderoso armamento, las Fuerzas Armadas rusas se encontraban en un estado deplorable por la falta de presupuesto. Los fondos disponibles no alcanzaban para pagar los sueldos a los militares ni para dotarles de viviendas dignas. Tampoco para adquirir equipos tan imprescindibles como trajes de buzo o munición actualizada.
Putin extrajo dos conclusiones de aquella crisis: que tenía que modernizar sus Fuerzas Armadas y que la libertad de prensa es un temible enemigo para los regímenes opacos, corruptos y antidemocráticos. Actuó en consecuencia.
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