Cuando en 1998 James Cameron (Ontario, Canadá, 1954) recibió el Oscar al mejor director por Titanic, gritó a los cuatro vientos que se sentía el rey del mundo. El gesto puede parecer un poco teatral, pero estaba justificado. Esa noche su película recibió 11 galardones, igualando el récord conseguido por Ben-Hur en 1960. El realizador había tocado techo. Pero lo que pocos imaginaban es que su mayor deseo ya entonces era tocar fondo. Literalmente. Quería bajar al punto más hondo del mar: la fosa de las Marianas, situada en el océano Pacífico. Catorce años después lo consiguió. El 26 de marzo de 2012 Cameron descendió hasta los 10.908 metros, una profundidad nunca antes alcanzada por el ser humano en solitario. Esta suerte de Odisea submarina fue retratada en una película documental que se estrenó el mes pasado en Nueva York: Deepsea Challenge 3D. La cinta, en la que Cameron pasa de director a protagonista, cuenta con todos los elementos clásicos de una superproducción, incluido un gran presupuesto, que convirtió en determinante el apoyo de un grupo de patrocinadores encabezado por Rolex.
“No hago esta inmersión para descubrir criaturas fantásticas que me sirvan de inspiración para Avatar. En todo caso hago Avatar [tiene tres películas más comprometidas hasta 2019] para conseguir más dinero y poder seguir con la exploración oceánica”, puntualiza el director al día siguiente de la proyección.
El problema, el primero de los muchos con los que se encontró el realizador, es que no existía ningún vehículo civil que le permitiese acometer su hazaña. Lo que le dejó una sola alternativa: fabricarlo. “No pienso confesar cuánto invertimos. Solo diré que los submarinos de la Armada americana cuestan alrededor de 65 millones de dólares [unos 50 millones de euros]; los del Ejército ruso, casi 100 [77 millones de euros], y el nuestro no llega a una décima parte de ese valor”, explica en un salón del hotel Ritz de Nueva York donde recibe a la prensa.
No solo se trataba de comprar piezas y ensamblarlas. El pequeño equipo que el director reunió en 2005 diseñó y desarrolló dispositivos de iluminación, baterías y pesas: sistemas únicos y específicamente pensados para aguantar ocho toneladas por pulgada cuadrada de presión. Las que tendría que soportar el batiscafo al llegar al fondo de la fosa, donde la vida es supuestamente inviable, pero de la que Cameron consiguió extraer –gracias a un complejo brazo robótico– rastros de bacterias. “Las más profundas que se habían encontrado hasta el momento estaban a unos 17.000 pies [unos 5.000 metros]. Es decir, casi a la mitad de distancia”, cuenta orgulloso. Además, las muestras tomadas a lo largo de su inmersión han permitido identificar 68 nuevas especies de seres vivos, según asegura el director.
La aportación científica de la expedición Deepsea Challenge parece incuestionable, pero su legado en materia de ingeniería náutica tampoco es baladí. Cameron y su equipo decidieron donar a la institución oceanográfica Woods Hole todos los planos y diseños que habían desarrollado gracias a fondos privados para que cualquier entidad pueda beneficiarse ahora libre y gratuitamente de ellos. Una suerte de código de programación abierto que, como reconoce Cameron, puede resultar útil, pero no infalible. “Una vez vino a visitarnos a los astilleros de Sidney [donde estaban construyendo su batiscafo] un general al cargo de las operaciones especiales del Ejército de Estados Unidos. Echó un vistazo y me dijo: ‘Nos gastamos un billón de dólares [mil millones de euros] en diseñar un submarino para inmersiones profundas y se frio antes incluso de que lo metiéramos en el agua porque las baterías fallaron. ¿Por qué tú lo estás logrando y nosotros, con todos nuestros recursos, no?’. Le dije que tenía que ver con la forma de crear equipo y con el compromiso”, recuerda aún más orgulloso si cabe.
El Ejército estadounidense también consiguió llegar a la fosa de las Marianas. Fue el 23 de enero de 1960. El batiscafo Trieste, tripulado por Jacques Piccard y Don Walsh, descendió hasta los 10.900 metros, ocho menos que el Deepsea Challenger. Ningún ser humano había regresado a los confines de esa zona del océano Pacífico hasta 2012. En aquella primera inmersión, Piccard introdujo un reloj de Rolex en los conductos inundables del submarino para realizar un experimento. Más de medio siglo después fue Walsh, al que Cameron había contratado como asesor, quien sugirió que la casa suiza fabricase una edición especial con motivo de esta segunda aventura. Y así lo hicieron. En solo cinco semanas crearon el Rolex Deepsea Challenge, que también viajó al fondo de las Marianas abrazado a la muñeca del director de Avatar y al brazo mecánico de la nave.
En el documental y en el discurso de Cameron, como en sus películas, hay mucha épica. No solo se trata de la conquista de un territorio inexplorado, sino también de la superación y el descubrimiento personal. La cinta incide especialmente en el segundo punto. A lo largo de sus casi 90 minutos de metraje recoge cómo, cuando el director llegó a Sidney tres meses antes de la inmersión final, no había ni una pieza del submarino ensamblada y cómo el equipo consiguió acometer en menos de 90 días “el trabajo que normalmente suele llevar un año”.
También muestra un primer descenso de prueba donde “prácticamente todo lo que podía estar montado al revés lo estaba” y algún gabinete de crisis que pondría los pelos de punta a la mismísima Margaret Thatcher. “Frente a un problema, tanto en Avatarcomo con los chicos del Deepsea Challenger, siempre hago dos cosas: la primera es mostrarles lo lejos que hemos llegado y lo poco que nos queda”. Y la segunda, recordarles que si se han embarcado en ese proyecto es, precisamente, porque resulta difícil. “Les digo: ‘Hoy nos enfrentamos a un problema cuya respuesta no conocemos, pero nadie en el mundo puede resolverlo porque nadie se ha enfrentado a él antes. Cualquiera que sea la solución con la que demos, porque daremos con ella, se convertirá en una página del manual para la gente que venga detrás de nosotros’. Y te aseguro que en dos o tres días la solución surgirá”, garantiza.
Ninguna de sus habilidades como coach fueron de utilidad en el momento más dramático de la expedición: las muertes de Andrew Wright y Mike deGruy –miembros del equipo y amigos íntimos del director– en un accidente de helicóptero. La película documenta el luto y el dolor por su pérdida como parte del viaje emocional que esta aventura supuso para el equipo y en especial para Cameron. Ahí están las lágrimas de su quinta mujer, Suzy Amis, primero en la pantalla y luego en la cola del baño del Museo de Historia Natural de Nueva York, donde se estrenó la cinta. Rodeada de desconocidas, reconocía sin pudor que el visionado le había hecho rememorar todo el miedo y la angustia vividos en marzo de 2012, cuando su marido se encerró en una pequeña cápsula, siendo consciente de que a una determinada profundidad, el punto de no retorno, nada podría hacerse para rescatarlo si algo salía mal.
Cameron cuenta que de todos los escenarios posibles –incendios, fallo de las baterías–, el que realmente le atormentaba era el único que no podía controlar: la aparición de una red de pesca. Algo tan aparentemente inofensivo y que, según explica el director, podría haber resultado letal. “Algunos barcos pierden sus redes. Al estar lastradas, permanecen abiertas y se hunden, pero como el nailon del que están hechas flota, se convierten en una especie de enormes cortinas. Como te quedes atrapado en una, se acabó”, dice chasqueando los dedos.
Nunca temió que su mente le jugara una mala pasada. Antes de cada descenso de prueba, y por supuesto antes del definitivo, realizaba un proceso de visualización: recreaba mentalmente cada movimiento que debía hacer, cada botón que tenía que apretar, cada indicador que había que chequear. Luego completaba las comprobaciones de seguridad dentro de la cápsula –pero fuera del agua– durante tres horas. Nada de pensar en sus hijos.
La inmersión final duró unas diez horas. Y debido al mal tiempo tuvo que hacerse a las tres de la madrugada. Cameron se fue a la cama a las ocho, pero solo consiguió dormir una hora. Después, a más de 10.000 metros de profundidad, donde nadie había estado antes, sobre “una superficie prístina como la de la Luna”, recuerda que tuvo un fuerte sentimiento de soledad. “Me puse en una situación en la que no podía estar más lejos de ningún otro ser humano y al mismo tiempo no podía parar de pensar en la inmensidad del universo”. También supo que era una experiencia que quería repetir. Quizá cuando termine de rodar Avatar IV en 2019. Aún hay mucho por hacer en el mundo de la investigación oceanográfica. “Me encantaría utilizar el Deepsea Challenger para depositar sensores en el fondo de fosas como la de Puerto Rico o Japón, donde se originó el tsunami, para estudiar los desplazamientos tectónicos y crear modelos de lo que podría ocurrir. No hay nadie que lo esté haciendo”
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