En 1942, las aguas caribeñas se convirtieron en un escenario clave de la Segunda Guerra Mundial, ya que el almirante nazi Karl Dönitz desplazó sus submarinos para interrumpir el flujo de suministros de los aliados, quienes se abastecían de níquel, wolframio o cobre, entre otros materiales, además del indispensable petróleo venezolano que allí se refinaba. El daño que infligían esos U-Boot alemanes era tremendo, y su papel podía resultar clave para el devenir de la contienda. Un dato lo ejemplifica: en nueve meses y medio, hundieron en la zona 263 barcos mercantes, más que en el resto del mundo junto.
Ernest Hemingway conocía muy bien el mar, en general, y el mar Caribe en particular. Lo navegó largamente desde Cayo Hueso, Florida, antes de mudarse a Finca Vigía, su residencia en las afueras de La Habana. Al llegar a la isla, con cuarenta y pocos años, lo último que deseaba era cruzarse de brazos a la sombra de sus ya famosísimos cuentos y novelas. Tampoco tenía intención de aplacar su pulsión viajera, pero sí que encontró en la capital cubana su lugar en el mundo, una casa donde volver.
Estados Unidos había entrado activamente en la guerra hacía solo unos meses, tras el ataque a Pearl Harbor, y no contaba con efectivos suficientes para plantar cara a los submarinos nazis. No solo hundían barcos, también atacaban desde el agua objetivos estratégicos en tierra firme. Los alemanes bautizaron aquella etapa como tiempo feliz por el escaso riesgo con el que ejecutaban las misiones.
Ante ese panorama, el Gobierno estadounidense lanzó un llamamiento a los propietarios de embarcaciones civiles para que efectuasen labores de vigilancia. Hemingway fue uno de los primeros en responder. Era su segunda colaboración en la contienda: antes había sugerido crear una unidad de contraespionaje que buscase posibles simpatizantes nazis llegados entre los miles de españoles que se marcharon a Cuba tras la Guerra Civil. Hemingway apoyaba esa propuesta con los contactos y la información que había obtenido sobre el terreno, cubriendo el conflicto bélico en España.
Spruille Braden, embajador estadounidense en Cuba y amigo del escritor, dio luz verde a la idea. El cuartel general fue Finca Vigía, donde se reunía un heterogéneo grupo de españoles compuesto por camareros, marineros, sacerdotes y aristócratas exiliados, a los que Hemingway bautizó The Crook Factory —algo así como la fábrica de maleantes—. Estuvieron ocho meses vigilando a sospechosos y rellenando informes. "Formó una organización excelente e hizo un trabajo de primera categoría", aseguró el embajador Braden.
Mientras Hemingway redactaba esos informes para el Gobierno de su país, el propio FBI lo espiaba también a él, algo que refleja bien la paranoia reinante en la época. Un colaborador en la isla reportaba directamente al director de la agencia, el famoso J. Edgar Hoover, sobre las actividades del escritor. Más tarde, el FBI desclasificó esos documentos. Hoover desconfiaba de Hemingway tras sus artículos en publicaciones de izquierdas —New Masses y The New Republic—, además de por su posicionamiento político en España. No llegó a considerarlo un traidor a la patria, pero tampoco le agradaba confiarle esa clase de misiones. Eso sí, no se opuso cuando el embajador las aprobó. A fin de cuentas, Hemingway odiaba a los nazis y era dueño de una embarcación que podía resultar útil contra los submarinos.
Ese barco se llamaba Pilar, apodo de Pauline, su segunda mujer —también era el nombre de su protagonista femenina en Por quién doblan las campanas—. Medía 12 metros y alcanzaba una velocidad de 16 nudos, casi 30 km/h.
Probablemente fuese el primer barco de Estados Unidos hecho a medida para la pesca en altura, ya que él se encargó de personalizarlo con mejoras como depósitos de combustible adicionales, un pozo de agua para el cebo o un rodillo para sacar las piezas más grandes. El Pilar podía soportar al mismo tiempo cuatro peces de 450 kilos cada uno, algo nunca visto en el Caribe hasta entonces.
Hemingway ganó numerosos torneos de pesca de marlines y atunes. No contento con las labores de vigilancia, quería pasar a la acción, así que le propuso a su amigo Braden otra transformación del barco: armar el Pilar. Su autorización puede verse hoy como el reflejo de la desesperación estadounidense durante el primer año en guerra. El barco fue equipado con subfusiles Thompson, rifles, granadas de mano y hasta bazucas, según numerosas fuentes. La Marina de Estados Unidos también instaló un sonar y un equipo de radio denominado HF-DF o Huff-Duff, empleado entonces para detectar submarinos.
Así, el que probablemente fuera el escritor vivo más famoso del mundo, se convirtió en un cazador de nazis, además del único ciudadano estadounidense en Cuba que capitaneaba una embarcación civil preparada para la guerra. Hemingway llamó a esa misión la operación Friendless —sin amigos—, en honor a su gato preferido.
A pesar del nombre, en aquella aventura no se embarcó solo. La tripulación incluía al campeón de polo Winston Guest, y sobre todo a muchos españoles, entre los que destacaban sus amigos vascos, algunos de ellos pelotaris, unos hombres por los que Hemingway siempre mostró un cariño especial, como por ejemplo Juan Duñabeitia, bilbaíno, y Paco Garay, vitoriano. El grupo lo completaba el sargento Saxon, un operador de radio asignado por la embajada. Además, aprovechando las vacaciones escolares, también se unieron a las expediciones los dos hijos menores de Hemingway, nacidos en su segundo matrimonio.
Martha Gellhorn, la tercera mujer del escritor, primero alabó la valentía de su esposo, pero poco a poco fue cambiando de opinión. Le recriminaba que descuidara su relación, además de no valorar sus éxitos profesionales. Hemingway se embarcaba todos los días, semana tras semana, y ni siquiera escribía. Prefería explorar las aguas, inspeccionar pequeñas islas y cayos, y permanecer atento a cualquier cosa fuera de lo corriente. Todo eso mientras disfrutaban de combustible en una época en la que estaba racionado, además de alimentos, hielo y alcohol que obtenían en una instalación naval. Gastos pagados. Al final, Gellhorn se convenció de que todo aquello era una coartada de su marido para emborracharse con los amigos y jugar a lanzar granadas a las boyas.
Sus experiencias de guerra
Lo heroico y lo lúdico no estaban reñidos para Hemingway. Es cierto que engordó anécdotas durante toda su vida, muchas de ellas relacionadas con su desempeño militar, pero eso no borra los episodios que sí quedaron documentados. Con 17 años se presentó voluntario para luchar en la Primera Guerra Mundial, pero el ejército estadounidense lo descartó por problemas en la vista, así que se apuntó a Cruz Roja y fue enviado a Italia como conductor de ambulancias. Cumplió esa labor a pesar de sufrir heridas graves, lo que le valió la medalla de plata al valor, el tercer máximo galardón que entrega el gobierno italiano. También, como corresponsal en la Guerra Civil española, se saltó todas las convenciones periodísticas y agarró un fusil para disparar contra el bando franquista. Y su última participación, la más activa: en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial viajó de nuevo a Europa como reportero, pero un coronel aliado llegó a firmarle un documento que lo autorizaba a ir armado y participar en actividades militares, cosa que hizo en varios combates, como un soldado más, o incluso liderando algunas actuaciones.
Pero, claro, que no le temblase el pulso cuando silbaban las balas tampoco descarta que Gellhorn tuviera razón sobre su misión en el Caribe. Las largas horas de vigilancia en el Pilar se regaban con el alcohol proporcionado por el gobierno estadounidense. Quien bebía con más ahínco era, precisamente, el único de los tripulantes en servicio activo, el sargento Saxon, ese operador de radio de utilidad dudosa, ya que no sabía una palabra de alemán y se tomaba veinte copas de ginebra al día. Uno de los mayores éxitos de Hemingway como capitán fue conseguir que redujese esa cifra, además de disipar las amenazas de motines cuando las reservas etílicas escaseaban, o cuando tenían que conformarse con otras bebidas que no fuesen vino o ginebra, las favoritas de la tripulación.
Pero llegó un día que les quitó a todos las ganas de beber. Fue el 9 de diciembre de 1942, al mediodía. Hemingway, a través de sus prismáticos, avistó un barco que le llamó la atención; su forma era distinta a los que solían navegar por allí. Se le aceleró el pulso. El momento que llevaba meses esperando. Por fin. Ordenó a la tripulación que adoptase posición de combate y comenzó la persecución por las aguas caribeñas.
Por más que lo intentaron, nunca pudieron darle alcance. La pregunta obvia es si realmente se trataba de un submarino nazi, tal y como creyó el escritor. Su amigo Winston Guest, miembro de una de las familias más importantes del Reino Unido, y su propio hijo, Patrick Hemingway, ambos presentes aquel día, siempre aseguraron que, efectivamente, aquello era un U-Boot. Algunas fuentes recogen que, días más tarde, un submarino nazi fue avistado por varios petroleros en el rumbo indicado por Hemingway, y que incluso llegó a ser capturado luego en las costas estadounidenses. Sin embargo, las fuentes oficiales jamás lo confirmaron públicamente.
Un plan suicida
Sea como fuere, nunca estuvieron lo suficientemente cerca de ningún submarino como para llevar a cabo el ataque ideado por Hemingway. Los alemanes operaban con tal despreocupación que solían salir a la superficie y aproximarse a los barcos pesqueros locales, y algunos hasta abandonaban el buque para confiscarles agua y alimentos. Con eso en mente, Hemingway pretendía atraerlos hasta el Pilar, que mantenía oculto su armamento para pillarlos desprevenidos. El siguiente paso consistía en ametrallar a cuantos nazis hubiese en cubierta. En ese momento entrarían en juego sus amigos vascos, antiguos pelotaris, jugadores de cesta punta: los creía perfectamente capaces de, en pleno ataque, colar algunas granadas por la escotilla.
Más que temerario, era un plan suicida. Por suerte para los tripulantes, para el propio Hemingway y para la literatura universal, no pudieron ponerlo en práctica. Huelga decir que apenas una descarga del U-Boot habría acabado con el Pilar y con todos los que viajaban a bordo.
Después de la guerra, Hemingway siguió viviendo en Cuba y publicó la que quizás sea su obra más famosa, El viejo y el mar. Inmediatamente después recibió el Premio Pulitzer y el Nobel de Literatura. En 1960 abandonó la isla, y al año siguiente, en su casa de Ketchum, Idaho, se disparó en la boca con su escopeta favorita después de una etapa final marcada por los sinsabores: depresión, secuelas de viejas heridas y del alcoholismo, terapia de electroshock y la angustia de creerse vigilado por el FBI —algo que en su momento se tildó de paranoia, pero que luego quedó confirmado—.
Tras su muerte, apareció mucho material inédito que había trabajado en secreto, incluido un libro que en español se llamó Islas en el golfo. Fue la primera de sus obras póstumas; se publicó en 1970 y permaneció 24 semanas en la lista de best sellers de The New York Times. Es una novela que dejó completamente terminada antes de guardarla en el cajón, y en la que se encuentran pasajes dignos del mejor Hemingway, aunque se echa en falta algo de edición —aligerar su extensión, principalmente—. El protagonista es Thomas Hudson, un pintor que primero reside en Bahamas y luego en Cuba y que, como sucedía a menudo, es un trasunto del autor, quien mezcla elementos de ficción con datos conocidos de su biografía. La novela se divide en tres partes: en la última, Hudson se echa a la mar en busca de submarinos nazis junto a unos amigos vascos.
Este es un fragmento extraído de Islas en el golfo:
"Thomas Hudson se tiró sobre cubierta, cubriendo la boca de la escotilla con su Thompson. La granada de Peters explotó con un chasquido relampagueante y un rugido, y Thomas Hudson vio a Guillermito separar las ramas para dejar caer una granada en la escotilla de proa".
Dicho de otro modo: Hemingway inventó en su libro el episodio que nunca pudo experimentar en la vida real. Y esa es una definición de literatura tan buena como otra cualquiera.