unto con el deseo de volar como un pájaro, posiblemente sea el anhelo de surcar las profundidades oceánicas como peces uno de los más antiguos sueños humanos. La tecnología ha auxiliado a los humanos a la hora de conseguir estos logros y, cómo no, los submarinos son hoy día una realidad que supera las más imaginativas propuestas de los pioneros de la navegación bajo las aguas. En la historia de España se encuentran los casos de muchos de esos soñadores que lucharon para conseguir un submarino práctico. Populares son las historias de Narciso Monturiol o de Isaac Peral, pero no fueron los únicos, ni mucho menos. He aquí un breve repaso sobre aquellos olvidados precursores que pretendieron conquistar el mundo submarino.
Un deseo inmemorial
Fue a finales del siglo XVIII cuando se vieron las primeras naves submarinas de las que se tenga conocimiento, muy primitivas pero osadas. Ahí tenemos, por ejemplo, las aventuras del Tortuga, sumergible ideado por el norteamericano David Bushnell hacia 1776 que participó en el conflicto de independencia de los Estados Unidos. No dejaba de ser un simple cascarón de madera forrado de cobre y movido a pedales que, por su parecido con una tortuga, tomó el nombre por el que es recordado. Cabe mencionar aquí que se debe diferenciar entre los vehículos de “superficie” que pueden navegar bajo las aguas durante limitados periodos de tiempo, léase sumergibles, de los verdaderos submarinos, que son las naves pensadas para pasar largos tiempos sumergidos con gran desempeño en cuando a velocidad y autonomía.
El también norteamericano Robert Fulton, recordado por crear el primer barco a vapor comercial, ofreció no mucho después, en los albores del nuevo siglo, cierta nave sumergible a la que llamó Nautilus nada más y nada menos que a Napoleón. A pesar de su limitada capacidad para sumergirse, tuvo bastante éxito en sus pruebas iniciales, pero no encontró el apoyo que buscaba en Francia. No fue, ni mucho menos, la primera experiencia submarina que se veía en Europa. Entre 1620 y 1624 el polifacético inventor holandés Cornelius Drebbel ya había llamado la atención con las pruebas en Inglaterra de varios sumergibles tripulados de madera recubiertos de cuero.
Como sucede en toda tecnología al indagar en su historia, cabe sorprenderse al comprobar que en diversos lugares se estaban desarrollando ideas similares. Las condiciones de la técnica hacen que, en cada época, las mentes inquietas intenten ir más allá por caminos muchas veces coincidentes. Por eso, no extrañará que se repitan historias de osados inventores que probaron sus ideas acerca de máquinas submarinas prácticamente en cada rincón de Europa o Norteamérica. Ahora bien, llaman la atención entre todo ello, algunas experiencias muy tempranas que tuvieron a España como escenario. Existe cierta referencia, mencionada en diversas fuentes, a una experiencia llevada a cabo por dos curiosos personajes de origen griego en Toledo, en aguas del Tajo, en 1538. Al parecer, se probó entonces una pequeña nave sumergible capaz de permanecer bajo las aguas un considerable periodo de tiempo y que, además, podía navegar, no sólo permanecer sumergido. El evento llamó mucho la atención en su tiempo, como también lo hizo otra experiencia posterior. El protagonista, en este caso, fue el ingeniero navarro Jerónimo de Ayanz quien, en 1603, ideó una “barca submarina”, tal y como aparece en la documentación presente en el Archivo General de Indias. Un año antes, el 6 de agosto de 1602, ya había realizado una prueba de inmersión de un buzo en aguas del Pisuerga, en Valladolid, ante el asombro del público presente.
De principios del siglo XIX nos llegan ecos de algunos ignotos inventores españoles que lo volvieron a intentar.Gracias a la gran obra de investigación de Diego Quevedo Carmona, Lino J. Pazos Pérez y otros autores que vio la luz en 2013 en un libro titulado “Los desconocidos precursores españoles de la navegación submarina”, se recupera el lejano recuerdo del escribano cordobés Rafael Covó. Este singular personaje, a modo de un Julio Verne adelantado a su época, ideó cierta nave submarina tripulada, movida a remos, que estaba dotada de torreta y un cañón a la que llamó Nuro. Aquella nave nunca fue construida, cosa que sí logró otro olvidado ingenio, el creado por un desconocido llamado Cervó, posiblemente de origen francés. Por desgracia, en este caso la prueba terminó con la vida del inventor. Sucedió en 1831 cuando una esfera de metal, con portezuela acristalada, pensada para observar el fondo marino, se sumergió en el Puerto de Barcelona, aplastando la presión del agua su interior.
Nuestros grandes precursores: García, Monturiol y Peral
Mediado el siglo XIX los alemanes, franceses o estadounidenses estaban dando forma a sus primeras propuestas de submarino, algunas de ellas tan extravagantes como el “cigarro” del norteamericano Winans, una nave ahusada de metal dotada de un gigantesco propulsor central giratorio que le daba un aspecto realmente extraño, aunque poco práctico en la realidad.
Por ese tiempo, en España, Cosme García Sáez, nacido en 1818 en Logroño, soñaba también con crear un submarino práctico. Cosme era un ingeniero pertinaz que tuvo muy mala suerte y poco apoyo para llevar a cabo sus empeños, algo por desgracia bastante común en nuestra historia. De su mente nacieron máquinas selladoras para las oficinas de correos, mejoras en el arte de la imprenta, máquinas para la Casa de la Moneda, cierto fusil mejorado de gran desempeño. Ahora bien, la invención más sonada de García fue su nave submarina. Tras diversos proyectos y patentes, fue hacia 1860 cuando llevó a cabo las pruebas de su navío, construido en Barcelona, en el puerto de Alicante. En el interior del submarino de Cosme podían viajar dos personas. El propio inventor fue quien, junto a uno de sus hijos, realizó las pruebas, que fueron todo un éxito. A pesar del interés que encontró en Madrid y en París, nadie quiso financiar la mejora de su submarino, que terminó abandonado.
Esta falta de apoyo oficial a nuestros inventores de naves submarinas fue algo común. Ahí puede contemplarse, además de cierta ceguera de algunos dirigentes, el miedo a entrar en conflicto, o incluso las presiones, que llegaban desde Inglaterra, donde se consideraba que el desarrollo de este tipo de naves ponía en riesgo la supremacía de su flota en los mares de todo el mundo. Tampoco encontró mucho apoyo Narciso Monturiol, el polifacético ingeniero e inventor catalán, nacido en 1819, que presentó un proyecto de nave submarina en fecha tan temprana como 1858. Su primer modelo de Ictíneo, o barco-pez, tal y como él llamaba a sus submarinos, fue probado de forma privada en el Puerto de Barcelona en 1859 y de forma oficial en Alicante, en 1861. El éxito de aquellas experiencias y el apoyo inicial del gobierno parecía que llevaría el empeño de Monturiol a buen puerto. Con una recaudación de capital entre entusiastas de la idea, se construyó el Ictíneo II, una nave muy mejorada que se probó en Barcelona en 1864. Nos quedan para el recuerdo los detallados escritos del inventor, pues la historia terminó como tantas veces: con mucho interés por parte del público y las autoridades, pero sin apoyo económico para continuar desarrollando estas naves.
Los pioneros olvidados
Los mencionados casos de García, Monturiol y Peral son los más conocidos de nuestra “prehistoria” submarina, pero ni mucho menos fueron los únicos precursores reseñables. Otro insigne militar, Isidoro Cabanyes, soñó también con una nave submarina avanzada. Su ingenio le ha llevado a ser recordado como pionero de las energías renovables, pues a principios del siglo XX ideó y llevó a la práctica algo que sólo fue recuperado por la técnica de finales de ese siglo: su torre eólico-solar, una tecnología que hacía uso del calentamiento del aire por parte de los rayos solares para crear energía útil. Además de sus torres solares, Cabanyes patentó otros muchos inventos, desde máquinas eléctricas a sistemas de alumbrado por gas. Fue en 1885 cuando, junto a Miguel Bonet, presentó un proyecto muy avanzado de submarino eléctrico que rivalizaba con el de Peral. A pesar de contar con el visto bueno de diversas autoridades y academias, nunca encontró apoyo suficiente como para llevar al mundo real su sueño submarino.
El proyecto de Peral ocupaba por entonces toda la atención de los medios nacionales y de la administración, en lo que a submarinos se refiere, cosa que a buen seguro terminó por perjudicar a Cabanyes. Curiosamente, una iniciativa privada muy oscura y apasionante tuvo lugar en ese mismo tiempo, hacia 1885. En Asturias se probó un prototipo de submarino, en el río Caudal, construido en una fábrica de Mieres. Fue ideado por el ingeniero gijonés Buenaventura Junquera Domínguez y, al parecer, tuvo éxito en sus pruebas. Animado por un motor a gasolina, algo inaudito para la época, no encontró tampoco apoyo alguno para continuar con su desarrollo.
Finalizando el siglo XIX hubo muchos otros intentos por construir un submarino español, como los proyectos del incansable inventor e ingeniero Eduardo Mier y Miura, que tampoco llegaron muy lejos. Curioso fue también el empeño de Raimundo Lorenzo de Equevilley, español de origen francés, ingeniero naval de vida rocambolesca que, entre tramas de espías y muchas aventuras, idea diversos prototipos de submarinos que fueron desarrollados en Alemania. Y, todo esto, sin olvidarnos mencionar a otros pioneros españoles que, sin pensar en crear grandes submarinos, aportaron interesantes ideas a este campo de la técnica. Arturo Génova Torruellapatentó su “ascensor submarino” en los años treinta del siglo pasado para servir como medio de escape y salvamento de submarinos en caso de accidente. Las pruebas de esta especie de cápsula de escape unipersonal fueron todo un éxito, pero no se continuó con su desarrollo mucho tiempo. Al poco, hacia 1932, apareció en la prensa nacional el empeño de un palentino que trabajaba en un taller ferroviario de Madrid. Se trataba de Adrián Álvarez Ruiz, apasionado lector de Julio Verne que logró probar en el lago de la Casa de Campo madrileña un dispositivo pensado para mantener la atmósfera respirable en el interior de submarinos siniestrados. Aunque tuvo cierto eco entre técnicos de la Royal Navy, tampoco en este caso el novísimo sistema llegó muy lejos. Algo similar intentó Francisco Espinosa en la Barcelona de 1934, probando un generador de oxígeno en un minisubmarino. La prueba fue bastante accidentada y poco más se supo del ingenio. Y, hablando de submarinos de bolsillo, en los años cincuenta se vio en las aguas cantábricas la pequeña nave ideada por el buzo Agustín Bermúdez, construida en Bilbao.
Ahora bien, ningún recuerdo a los pioneros españoles de los submarinos puede estar mínimamente completa sin al menos contener una mención al gran Antonio Sanjurjo Badía. Coruñés, nacido en 1837, relojero y mecánico dotado de una habilidad extraordinaria, logró hacer fortuna con su ingenio a través de la creación de varios talleres y empresas. Con su propio capital, construyó en 1898 una nave submarina pensada para defender Vigo de un hipotético ataque de los Estados Unidos. Las pruebas de la nave fueron satisfactorias, pero no continuó con el desarrollo de su invento pues, el mismo día en que fue probado, se firmaba el tratado de paz que terminaba con la Guerra Hispano-estadounidense.
Sobre este tema en TecOb he publicado los siguientes artículos:
- Jerónimo de Ayanz, el Da Vinci español.
- El cigarro de Winans.
- Cosme García y el primer submarino español.
- Monturiol y el barco-pez.
- Isaac Peral, un genio incomprendido.
- Isidoro Cabanyes, un genio polifacético.
- Eduardo Mier, el inventor incansable.
- Antonio Sanjurjo Badía, “El habilidades”.
Alejandro Polanco Masa
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