El segundo de a bordo controla las maniobras de desatraque del buque en la dársena militar del puerto de Cartagena. / JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ |
La cálida caricia del aire en la dársena militar del puerto de Cartagena y el cielo de primera hora de la mañana de la costa mediterránea desaparecen al descender por la trampilla del 'Galerna'. Hay que seguir bajando para abandonar la vela, una posición privilegiada desde la que el comandante y el segundo de a bordo han dirigido las delicadas maniobras de desatraque: «Atrás uno. ¡Para! Toda la caña a estribor. Avante uno. ¡Para!». Todo ello, con la ayuda de una 'empujadora', una pequeña embarcación que facilita la tarea. La trampilla, por la que difícilmente cabe un tipo voluminoso, da paso a una angosta escalerilla jalonada por cables, manivelas, válvulas y parte de uno de los dos periscopios. Hay que mirar muy bien dónde pone uno las manos... y los pies. Es fácil tropezar.
Al final espera otra escotilla, abierta, y más escalones. Seguimos bajando por las entrañas de este gigantesco cetáceo de acero de 1.500 toneladas y 67 metros de eslora y, por unos segundos, todo es oscuridad. En el último tramo, las pupilas tratan de acostumbrarse a la claustrofóbica realidad. Estamos en el interior del 'Galerna', el primer submarino de la clase 'Agosta' que la Armada incorporó en los años 80. En sus puestos ya están preparados 44 hombres y mujeres de los 64 que habitualmente conforman la dotación completa del buque, entre el comandante (Alfonso Carrasco, 42 años), oficiales, suboficiales, cabos y marineros. No hay que atender a una misión internacional, de esas que duran hasta seis semanas (por la capacidad de la despensa), así que no hace falta embarcar a toda la tripulación. Y cuando el espacio es tan escaso, eso se agradece. O eso se comenta en el comedor de la marinería, con capacidad para diez personas muy apretadas: «Échate un poco para allá».
El S-71, el más antiguo de los tres S-70 de la Armada, con más de 32 años de servicio, participa en un ejercicio con una unidad de la Fuerza de Guerra Naval Especial, así que solo serán necesarias unas horas de navegación e inmersión. Suficientes para que un novato atisbe cómo se vive dentro del 'tubo'. Todos son voluntarios, claro. «Aquí no se puede venir obligado», ilustra el comandante Carrasco. Pura vocación por 1.200 euros al mes para los marineros. Unos 1.800 para un oficial. El alférez de navío Carlos Martínez, de 29 años, quería esta vida desde pequeño, cuando su padre, también militar, también submarinista, le contaba historias sobre las proezas navales de Isaac Peral. Dos tremendos bocinazos sacan de la ensoñación a cualquiera. «Alerta de inmersión». Luz roja en el rincón del sónar. La zona de mando es un hervidero. Al fondo se divisa un largo pasillo de no más de un metro de ancho en el que se aprovecha hasta el más mínimo hueco. La única ducha. Dos retretes. El manual de instrucciones del buque (en francés) y algunas de las más de mil cajas de repuestos distribuidas estratégicamente por toda la nave. El camarote del comandante, el único que cuenta con habitación propia, es una 'suite' de dos metros cuadrados con aseo propio, pero comparte la ducha con el resto de la tripulación. Una norma no escrita de a bordo establece un baño (y rapidito) por persona cada tres días, por razones operativas. «Una de las primeras cosas que se pierden aquí dentro es el olfato», ilustra un cabo primero. Al poner el pie en el 'Galerna', una rara mezcla de olor a salitre, humedad, humanidad y grasa industrial sacude la cabeza.
Aprender a coscorrones
No es lo único que golpea al visitante, que aprende sobre la marcha a moverse por el submarino como un contorsionista. Un saliente metálico y traidor en la sala de máquinas es el culpable del primer golpe en la coronilla, con chichón incluido. «En el 'tubo' se aprende a base de coscorrones», certifica el enfermero de la dotación, teniente Raúl Sánchez, de 34 años, casado y padre de dos gemelas de 5. «Uno se acostumbra rápido. Las brechas no son un problema. Hay que tener más cuidado cuando uno se resfría o tiene gripe, porque cae toda la tripulación. Aquí no se pueden abrir las ventana para ventilar», sonríe. Por eso se hacen revisiones médicas antes de embarcar. «Suelo atender dolores musculares, tapones en los oídos... y hay que tener cuidado con las heridas, por pequeñas que sean. Son difíciles de cicatrizar por la atmósfera del submarino. Además, no tener un solo momento de intimidad resulta duro. En el submarino estás siempre pegado a alguien», ilustra. Porque también hay que tener cuidado con la ansiedad. Los últimos días antes de llegar a puerto «se hacen muy cuesta arriba», se sincera el comandante. «Lo peor es no ver la luz del sol», aclara rotundo el marinero José Ramón Morente.
Películas, cartas y parchís
Es fácil comprobarlo al ver las camas de la tripulación. Detrás de una cortina aparecen siete literas en un camarote minúsculo, poco mayor que el aseo de un avión. Los catres son un bien escaso. Sobre todo en tiempos de guerra, cuando las estibas de proa, hoy llenas de colchones, dejan paso a los torpedos. Hasta 16. En tiempos de paz se duerme mejor. «Ahora tenemos 64 camas, a una por tripulante». Lleva la cuenta Juan José Andreu, segundo de a bordo: 'la madre'.
Un regalo para una dotación acostumbrada a la 'cama caliente': mientras un compañero hace la guardia, otro duerme. Cuando acaba su turno, ocupa el colchón que ha dejado el otro. Pero el momento más celebrado del día es el de la comida. En la cocina, César Manzanares y Noelia Segovia se afanan colocando víveres en la diminuta despensa y pelando verduras. La tripulación se va a despachar unos bocatas para el almuerzo. Pero el menú, cuando hay semanas de navegación por delante, no tiene desperdicio: «Pollo al horno, pescado, solomillo de cerdo, platos de cuchara como lentejas y cocido... La comida es muy importante para que la gente disfrute. Si das mala comida, se nota muchísimo en el ánimo. Ahora voy a hacer crema de zanahoria, y me salen de muerte el churrasco de cerdo con salsa de chimichurri y el arroz con pollo», se crece Manzanares, lorquino de 25 años. Los cocineros, además, son los únicos que se pueden duchar todos los días. Por motivos de higiene, claro.
Los domingos cambia la carta. Después de que el segundo haga las funciones de 'pater' y lea el Evangelio, se sirve el aperitivo. «Unas aceitunas, unas almendras, un poco de jamón y queso... ¡Que se note el día de fiesta!» se alegra el cocinero, secundado por el comandante. En ocasiones, el chef se lía la manta a la cabeza y hace caldero, el arroz típico del Mar Menor. «Uno de los pocos lujos a bordo». Pequeñas alegrías que dan vida a semanas de encierro, que también se alivian con películas en el móvil y en la tablet (sin cobertura, claro): «Antes cargábamos bolsas enteras de cintas VHS». Tampoco pueden faltar las cartas. Ni los campeonatos de parchís y videoconsolas. Ni las carreras de coches fabricados con desechos. Ni las horas de charla cómplice: «No hay compañerismo como este». Ni las oraciones a las dos patronas, la Virgen del Carmen y la del Pilar. Aunque fue una improvisada talla de San Pedro la que salió a hombros de la tripulación por el pasillo del 'Galerna', la pasada Semana Santa y en plena misión por el Mediterráneo. A 300 metros de profundidad es importante mantener la fe
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