Él no tenía ningunas ganas de morir.
Él no se habría subido de saber que el submarino iba a hundirse.
Amaba a sus tres hijos, me amaba a mí. Los cinco juntos para todos lados: nos encantaba viajar, me acompañaba a los torneos de paddle que yo jugaba.
Soy Paola Costantini, tengo 39 años. Con Óscar nos conocíamos hace quince. Mi hijo pequeño, Thiago, siempre me dice que le regalemos algo a papá; el otro día quiso comprarle un reloj. Y eso que cuando Óscar se fue, mi hijo tenía apenas un año. Ahora estoy preparando la fiesta de quince de mi hija Sofía. Ése era un sueño también de Óscar.
Me he olvidado de llorar. Lo sueño cada vez menos. La última vez, nos reíamos. Antes de eso, soñé la secuencia del submarino. A Óscar lo veía desesperado. Nos acostumbramos a estar sin él, pero lo extrañamos mucho.
Habíamos acordado que él se ocupara de trabajar y yo de la casa. Nos casamos jóvenes. Últimamente hablábamos de cambiar un poco esa dinámica, pero se quedó en el camino. Hoy sigo dedicada a la familia. Voy a cobrar la indemnización que ofreció el gobierno.
Una vez me dijo que el día que él no estuviera más, quería que lleváramos sus restos al mar. Fue una tragedia pero se podía haber evitado. Ese submarino tenía problemas. ¿Por qué seguía navegando? Nadie sabe por qué.
Óscar estaba un poco triste. Estaba a punto de pedir que lo bajaran del submarino a alguna misión en tierra. Una vez solicitó quedarse por el bautismo de Thiago. Y lo dejaron. Pero en el último viaje lo volvió a pedir por la comunión de Sofía y no lo autorizaron.
De su trabajo en la armada argentina no expresaba mucho. En la anteúltima navegación dijo “tuvimos un problemita”, pero yo le respetaba su silencio.
En los actos escolares Óscar sacaba el pecho y cantaba el himno en voz alta. No podía ver a nadie con una remera de Inglaterra, por la Guerra de las Malvinas en la que había combatido su padre.
El final no existe. A veces siento que no tengo ganas de nada. Me da bronca quedarme sola tan joven.
***
Una marea feroz irrumpe en la quietud de la noche. Y la nave no está completamente cerrada. ¿Cuál es el punto exacto en el que, sin saberlo, se da el paso en falso?
***
Mi hermano se llamaba Daniel Alejandro Polo. Era cabo primero del submarino ara San Juan y tenía 31 años. Se perdió por muy poco la celebración del primer año de Renata, una de sus hijas. Le había reservado un salón. Siempre sonreía, incluso cuando estaba triste. Le gustaba ir al norte del país a vivir el carnaval. En el patio de casa festejaban el Día de la Pachamama.
No la pasó bien cuando entró a la fuerza naval: los hacían tirar al mar de madrugada, desnudos, en pleno invierno. No les daban de cenar ni los dejaban salir los fines de semana. Sólo un pequeño porcentaje del plantel de la Armada egresa como submarinista. Alejandro sentía orgullo.
Por un capricho de mi padre, él se metió en la Armada. Quiero decir: mi papá nunca pudo hacerlo y lo proyectó en Alejandro. Como un karma.
Soy Isabel, vivo con mi familia en el conurbano bonaerense. Nuestra familia es oriunda del norte argentino, de Jujuy. Nunca nos sobró nada. Yo vendía pan casero y empanadas. Gracias a mi hermano logré conocer el submarino por dentro, con mis dos hijas y mi marido. Ahí Morena, mi nena mayor, nos dijo que quería ser submarinista. Él le contaba que en el ARA San Juan sólo había una mujer.
Cuando mi hermano entró al Comando de la Fuerza de Submarinos ya no hablaba casi nada. Las navegaciones eran secretos de Estado, decía.
Como si alguien se hubiera arrodillado sobre mi espalda. Eso fue lo que sentí en una parálisis de sueño que tuve en el segundo aniversario de la desaparición del submarino. Fue una sensación extraña, no me podía despertar. Todos los 15 de noviembre son como un déjà vu. El tiempo pasa y no lo podemos parar.
Tengo el barbijo del ARA San Juan con el número 44, por los héroes caídos. Lo llevo a todos lados como homenaje.
Por primera vez en mucho tiempo, el otro día bajé la vista y me miré los pies descalzos en la playa. No volví a meterme al mar desde lo de Alejandro. Pero a veces levanto la mirada y siento que está ahí, en el reflejo de las olas.
***
Los submarinos, a diferencia de otros barcos, tienen una ruta prefijada. La misión es tan confidencial que se suele dar el rumbo en un sobre cerrado al comandante para que lo abra recién en navegación.
El 25 de octubre de 2017, cuando sale desde la Base Naval de Mar del Plata hacia Ushuaia, Pedro Fernández, de 45 años, es el comandante del submarino ara San Juan de la armada argentina. Veinte días más tarde, la travesía parece transcurrir sin mayores sobresaltos después de haber participado en la Flota de Mar, el mayor ejercicio naval desde la vuelta a la democracia en 1983.
Fernández conduce con la serenidad que sus subordinados ya conocen, con órdenes seguras y firmes. No es cualquier navegación para él y es posible que la tripulación desconozca lo que siente. El comandante se lo confesó a su madre antes de salir: “Quiero volver a Tucumán, vieja. Retirarme tranquilo en nuestra provincia. Me cansé del mar”. Es entonces su último viaje, en secreto.
“Como si alguien se hubiera arrodillado sobre mi espalda. Eso fue lo que sentí en una parálisis de sueño que tuve en el segundo aniversario de la desaparición del submarino. Fue una sensación extraña, no me podía despertar. Todos los 15 de noviembre son como un déjà vu. El tiempo pasa y no lo podemos parar”.
Al llegar la noche del 14 de noviembre, en un horizonte de viento y lluvia, ordena subir a profundidad de periscopio, a quince metros de la superficie, para emitir su obligada comunicación de “posición y seguridad”. El submarino, clase TR-1700, suele navegar a un promedio de sesenta metros bajo el mar. Cuando sube a profundidad de periscopio aprovecha para recargar las baterías con los motores atmosféricos, que se alimentan del aire exterior a través de un tubo denominado snorkel.
Algo empieza a andar mal.
Dentro del submarino el jefe de operaciones, Fernando Vicente Villarreal, detecta en los tableros el principio de un incendio. Un incendio eléctrico, no de llamas, en la zona de las baterías ubicada en la proa, posiblemente producido por la entrada de agua de mar. Mientras el comandante Fernández chequea la gravedad del mismo, Villarreal se comunica veinte minutos antes de la medianoche al teléfono de su superior en tierra, del Comando de la Fuerza de Submarinos (COFS), Hugo Correa, advirtiéndole del incendio y diciendo que, por esa razón, la nave ascenderá a la superficie pese a una súbita tormenta.
¿Había entrado agua en la zona de baterías?, ¿cómo fue posible?
Un submarino se torna muy inestable si navega en superficie con una tormenta. A través del snorkel es posible que ingrese agua al interior y por eso existe un pozo para drenarla. La única posibilidad de que el agua de mar haya llegado a los contactos de las baterías es porque alguna válvula quedó abierta. Todo submarinista sabe que un accidente en la zona de baterías, con arcos voltaicos sumamente incendiarios, es una bomba de tiempo. Como medida de urgencia, el comandante desconecta del tablero las baterías de la proa y, a partir de eso, sólo siguen navegando con las de popa, con un 50% de su capacidad. Pero nadie entra al tanque de baterías para conocer la dimensión del incendio.
El día anterior los 44 tripulantes —43 hombres y una mujer— habían embarcado desde el puerto de Ushuaia. Salvo por una reparación menor, que demoró un día la ruta de viaje, el periplo estaba resultando exitoso. En Ushuaia los tripulantes aprovecharon para comunicarse con sus seres queridos. Algunos compraron obsequios en el duty free y pasearon por esa ciudad ubicada en Tierra del Fuego; otros se ocuparon de resolver cuestiones más urgentes.
—Por favor, viajen con papá para estar en la comunión de Sofi. Acá está todo bien. Los quiero. Vuelvo en unos días.
Esto fue lo último que el suboficial segundo Óscar Vallejos, joven tripulante de 38 años, le dijo a su madre Zulma. Luego le llamó contento a su mujer, Paola. Le había conseguido su perfume favorito, J’adore de Christian Dior, como regalo de cumpleaños.
El incendio no era algo que no hubiera ocurrido antes; el comandante Pedro Fernández lo ratifica por llamada satelital a la una de la madrugada. Nunca se declara en emergencia, aunque en dos ocasiones pregunta a sus superiores a cuánto están de la Flota de Mar con la que habían realizado un ejercicio poco tiempo antes, lo que podría entenderse como un acto de cierta zozobra.
“Baterías de proa fuera de servicio, al momento en inmersión, propulsando con circuito dividido. Sin novedades de personal. Mantendré informado”, es el último mensaje de Fernández al capitán de navío Claudio Villamide —su principal en tierra de la Fuerza de Submarinos—, sin jamás sospechar que, horas más tarde, el San Juan sería el primer submarino hundido en la historia argentina. Según Villamide, le ordena al comandante cancelar la misión y retornar de forma inmediata a Mar del Plata. Ninguna de esas comunicaciones quedó grabada por tratarse de llamadas satelitales. En los submarinos, además, no existe una caja negra.
El último contacto es a las 7:30 de la mañana del 15 de noviembre, a cuatrocientos kilómetros de la costa. Allí el jefe de operaciones, Villarreal, vuelve a hablar desde el submarino con su superior Hugo Correa, que se ha trasladado desde su casa a la Base Naval de Mar del Plata. Villarreal le dice, de forma lacónica, que pasaron una noche turbulenta y que seguramente se irían a descansar “a profundidad” para evaluar la gravedad de la avería, mientras esperan las coordenadas para un cambio de rumbo.
“Lo escuché con la voz más tranquila y reposada”, declararía luego Correa. Al parecer, todo estaba bajo control.
Lo que había ocurrido, sin embargo, no era algo apacible. Habían sido varias horas con olas gigantes, de cinco a diez metros. El submarino —un arma de guerra estratégica, silenciosa y difícil de localizar— acostumbra ir a un promedio de 11 km/h; con el desperfecto, bajó a ocho. El agua había entrado a chorros por una válvula de ventilación, la Eco19, que conecta con el snorkel. La válvula había quedado mal cerrada, algo inadmisible en cualquier navegación. Por eso, en vez de ir hacia el pozo de drenaje, se desvió en correntada hacia la zona de baterías. ¿Quién la había dejado abierta?
Los tripulantes quedaron mareados por el vaivén en superficie. Tal como había anunciado el jefe de operaciones Villarreal a tierra, Pedro Fernández, el comandante, decidió entonces llevar la nave a inmersión para arreglar el desperfecto. La intención era entrar al tanque de baterías y combatir el incendio.
Es lo último que se supo.
Una cantidad mínima de hidrógeno dentro de la nave, apenas un 4%, alcanza para hacerla estallar. Se cree que el contacto del agua de mar con las baterías —960, alimentadas con motores diésel, capaces de iluminar un pueblo entero— produjo una concentración tan alta de hidrógeno que una mínima chispa producida por el incendio o una llama encendida por el cocinero para preparar mate cocido… De pronto, la deflagración: una combustión rápida que aniquila a todos de manera simultánea. Los tripulantes mueren asfixiados, quemados por dentro, en treinta milisegundos.
No hubo tiempo de nada. Nadie alcanza a vaciar los tanques de lastre en emergencia ni a lanzar las boyas satelitales ni las balsas salvavidas. Sin el control de la tripulación, la embarcación se hunde a pique verticalmente hacia el lecho oceánico y alcanza más de los quinientos metros de profundidad.
El radar sólo puede leer su ubicación si está en superficie; aun así, por las ondas de los sonares, podrían haberlo encontrado si hubiera permanecido sumergido hasta doscientos metros.
Aquella noche nadie sabe dónde está ni qué pasó con él.
Se conocerá tiempo después que implosionó por la enorme violencia de la presión del agua y se convirtió en una lata de gaseosa estrujada. Así lo encontrará el buque norteamericano Ocean Infinity —contratado por el Estado argentino— un año más tarde, a novecientos metros de profundidad.
Pero el 15 de noviembre de 2017, solo y perdido, el ara San Juan, de 65 metros de largo y siete de ancho, con 2 264 toneladas en inmersión y 44 tripulantes a bordo, un submarino de ataque capaz de lanzar hasta veinticuatro torpedos, desaparece frente a las costas del Golfo San Jorge, en el Atlántico Sur.
“Pierde el plano”, en lenguaje naval.
***
Es febrero de 2021 y bajo un cielo plomizo Silvina Krawczyk camina por la rambla de Mar del Plata, una popular ciudad balnearia del sur de Buenos Aires. Apenas se presenta, saluda dando la mano, respetuosa y a la vez tímida, vestida con una blusa y campera blancas, sandalias negras. Parece un tanto desabrigada en la ventosa mañana de verano.
—Duermo poquito. Aire, a veces necesito aire.
Habla con la voz carrasposa. El cuerpo de espaldas a la marea.
—Desde que pasó lo de mi hermana no pude volver a navegar…
Silvina tiene 44 años, es maquinista de la Marina Mercante, aunque desde el hundimiento del ARA San Juan está de licencia.
—Me partió al medio, mi vida quedó estancada.
Mientras se acerca a una escollera, sin perder su postura erguida, dice que podría escribir un libro sobre la historia de su familia, arraigada en el pueblo de Oberá, en Misiones, una región selvática del Litoral argentino. Lo dice repentinamente, con una sonrisa triste. Un hermano fallecido en un accidente de motos. La madre, víctima de un paro cardiaco al año siguiente. Un cierto halo de destino trágico que prefiere resguardar cuando dice: “pasé-por-un-millón-de-situaciones-nada-fáciles”. Y hace cuatro años, la muerte de su hermana Eliana, la única mujer de los 44 tripulantes del submarino. Tenía 35.
—Eliana rompió los moldes. Nosotras nos criamos en Misiones con agua cerca, pero de ahí a subirse a un barco y entrar a la Armada, era como otro mundo.
Cuando habla de Eliana, se cruza de brazos y los ojos se le humedecen ligeramente. Todo el esfuerzo está en no derrumbarse. Silvina le llevaba cuatro años y dice que eran simbióticas: por ella se metió a navegar. Ambas estudiaban Ingeniería Industrial hasta que Eliana fue a una exposición de la Armada Argentina y decidió entrar. Así, de un momento para otro. Si algo se le metía en la cabeza no paraba hasta conseguirlo. Silvina siguió sus pasos, aunque eligió los buques comerciales y no la carrera militar. Las dos se fueron de Misiones a Buenos Aires, vivieron en pensiones, les costó adaptarse. Hubo días en que al regresar a su casa Eliana lloraba de bronca por los tratos de sus superiores. “Le exigían el doble porque probaban su resistencia, le decían que la querían sacar buena”. Vocación de servicio, lo llaman en la Armada.
—No se preocupaba, se ocupaba. Si el submarino había tenido un problema, nunca lo comunicaba: era muy respetuosa de la institución.
Una vez recibida, en la Base Naval de Mar del Plata, Eliana conoció los submarinos. A su círculo íntimo le contó que fue amor a primera vista. “Me llamó la atención ese misterio que los rodea”, dijo luego.
Argentina incorporó por primera vez tres submarinos a su flota en 1933 —serían once en total hasta el presente, comprados a Italia, Estados Unidos y Alemania—, pero tuvieron que pasar 79 años hasta que, en 2012, con el promedio más destacado de su promoción, Eliana se convirtiera en la primera mujer oficial submarinista de Argentina y Latinoamérica. Eliana María Krawczyk, jefa de armas, encargada de lanzar torpedos en caso de amenaza.
“Ante las olas, Silvina parece ensimismarse. Se sienta en el mismo lugar donde solía tomar mate con Eliana. Rememora una charla recurrente que tenían sobre el cuarto de máquinas de los barcos. Los motores, los sistemas hidráulicos, las bombas”.
La misión del submarino consistía en el patrullaje del mar argentino: encontrar pesqueros ilegales y destruir buques que se hallaran en su zona de operación en caso de guerra. Además, se usaba para tareas de adiestramiento y ejercicios navales. De origen alemán, fue fabricado en 1985, con motores de propulsión diésel-eléctricos, y volvió a navegar hacía pocos años, después de una larga reparación de media vida entre 2007 y 2014 en un astillero de Buenos Aires (cortaron el submarino en dos para luego soldarlo y cambiarle repuestos).
—Quería tener un hijo. Pero se separó un tiempo antes de su última navegación. Navegar es un sacrificio doble para una mujer, se pasa mucho tiempo en el mar. Decidió por su carrera. No iba a parar hasta ser la comandante del submarino —cuenta Silvina y un tatuaje con huellas de perros asoma en una de sus piernas. Su hermana tenía el mismo. Eran la representación de los perros que compartieron juntas: Ramirito, Floppy, Camila y Tota.
—Faltó Uma, pero nos sorprendió la tragedia.
Ahora vive en el departamento que su hermana había comprado en el centro de Mar del Plata. Sentada en la escollera, cerca de la rompiente, muestra el proyecto de ley que presentó para que se declare el Día de la Mujer de la Armada Argentina el 5 de marzo, el natalicio de su hermana.
—Hoy las mujeres la toman como una referente y se anotan en grupos para estudiar. Pero en su época nadie se había animado. Es una heroína.
Es algo que los familiares de los 44 tripulantes repetirán de forma enfática: heroína, héroe. La tradición larga de los que dejan la vida por la patria en misión militar, aun en tiempos de democracia y sin ningún horizonte bélico.
Estaban a pocos días de volver después de una navegación de un mes. Recuerda el día en que fue a recoger las cosas de su hermana en el locker de la Base Naval: “Sólo encontré libros de submarinos. Ni ropa ni bijouterie”.
Ante las olas, Silvina parece ensimismarse. Se sienta en el mismo lugar donde solía tomar mate con Eliana. Rememora una charla recurrente que tenían sobre el cuarto de máquinas de los barcos. Los motores, los sistemas hidráulicos, las bombas.
—Hablábamos el mismo idioma. En la vida a bordo todo es un enigma. Los colores que cambian, una tormenta con olas de cinco metros y al otro día un mar de aceite. El peligro y la belleza…
Traga saliva. Le castañetean los dientes.
—No necesito que traigan sus restos ni los del submarino. Tampoco me interesa lo de la indemnización que ofreció el gobierno. Con los otros familiares tengo poco contacto, nos unió el dolor pero tenemos diferencias —dice secamente, refiriéndose a la ley que promulgó el gobierno del actual presidente, Alberto Fernández, para indemnizar con cerca de setenta mil dólares a familiares.
Esas diferencias de las que habla surgieron con el paso del tiempo: los que eran antimacristas (opositores al entonces presidente Mauricio Macri) y los antikirchneristas (opositores al anterior gobierno de Cristina Fernández de Kirchner); los que estaban a favor de endurecer los reclamos, llegando a encadenarse cerca de la casa de gobierno en Buenos Aires, y los que buscaban respuestas diplomáticas a través de presentaciones judiciales; los que querían ocupar la Base Naval, en Mar del Plata, enfrentándose a la Armada, y los que ni siquiera pensaban en la posibilidad de ir contra la institución que seguían honrando en nombre de sus deudos; los que aceptaron la indemnización del Estado y los que no, creyendo que al cobrarla se perderían la oportunidad de buscar una reparación mayor.
—Eliana siempre se despedía con un “hasta pronto”. Ella está en el lugar donde quiso estar —dice Silvina Krawczyk, agazapada entre las rocas.
Entonces gira la cabeza, se retira sigilosamente y le desea buena pesca a un hombre que prepara su caña en la escollera.
***
La noticia sobre la desaparición del ARA San Juan, que se dio a conocer el 15 de noviembre de 2017, recorrió el mundo. El submarino copó las portadas de los principales diarios y los rostros de los 44 tripulantes se convirtieron en protagonistas. Todos los días, mientras el país estaba en vilo, surgían noticias de la búsqueda con la participación de más de diez países —Rusia, Estados Unidos, Alemania, Brasil y Chile, entre otros— en un operativo sin antecedentes en el territorio, con aviones, buques y hasta robots explorando una zona oceánica del tamaño de Italia, muchas veces bajo tormentas colosales que interrumpían el rastrillaje. Los especialistas sabían que la nave podía soportar hasta cien horas con oxígeno debajo del agua, por eso intensificaron la misión.
En paralelo, la jueza federal Marta Yáñez empezó a investigar las causas de la desaparición. La causa madre se abrió en Caleta Olivia, una ciudad de la Patagonia, donde la jueza imputó por estrago culposo agravado, incumplimiento de los deberes de funcionario público y omisión de oficio a seis jefes de la Armada por el hundimiento del submarino —entre ellos, Hugo Correa y Claudio Villamide, los últimos que hablaron con el comandante de la nave—. La investigación no está cerrada y todavía se analizan las responsabilidades del expresidente Macri, de su ministro de Defensa, Óscar Aguad, y del exjefe de la Armada, Marcelo Srur.
Pero la mayoría de los familiares cree que la jueza no demostró la menor energía en la conducción del expediente. Por ejemplo, tardó dos meses en allanar las oficinas de la Armada, cuando las querellas reclamaron que lo primero que había que hacer era secuestrar la documentación sobre el submarino. Pidieron su recusación, aunque fue reafirmada en el cargo por la Justicia.
El vocero oficial de la Armada, Enrique Balbi, dio el primer parte de prensa el 23 de noviembre, a ocho días de la desaparición. Fue lapidario: dijo que en el hundimiento del submarino se había registrado “un evento anómalo, singular, corto, violento y no nuclear, consistente con una explosión”. En ese momento hubo familiares con crisis de nervios que tuvieron que ser asistidos en ambulancias. Una semana después, Balbi comunicó que se daba por concluida la búsqueda. El gobierno —que aseguró que el submarino estaba en perfectas condiciones antes del siniestro— ofreció una recompensa de unos cuatro millones de dólares a quien lo encontrara.
Para los familiares, sin embargo, los anuncios de Balbi significaron un paulatino abandono de la búsqueda. El gran operativo del principio se fue esfumando. En ese periodo enviaron cartas, hicieron festivales, marcharon en reiteradas ocasiones en Buenos Aires y Mar del Plata, asistieron al Congreso Nacional y se encadenaron en la Plaza de Mayo para exigir a los funcionarios nacionales que no interrumpieran el rastrillaje. Mostraron su furia contra Macri cuando supieron que, instalado a pocos kilómetros de la Base Naval de Mar del Plata, se dedicó a jugar golf cuatro meses después de la desaparición, sin interesarse en recibirlos. No alcanzó con que destituyera al jefe del Estado Mayor General de la Armada, Marcelo Srur, para iniciar una investigación por la pérdida de la nave. Los familiares expresaban sentirse desamparados y cada nuevo reporte se sentía como un mazazo. A dos meses de la desaparición, un informe de la Inteligencia Naval de Estados Unidos precisó que la nave había implosionado a más de cuatrocientos metros. “No se ahogaron ni experimentaron dolor”, concluyó, en la línea de lo que había informado el vocero Balbi.
Con el correr de las semanas, empezaron a salir a la luz informes que daban cuenta de la falta de mantenimiento del submarino, como cortes de luz, principios de incendio y fallas en las válvulas. Entre los familiares, Andrea Mereles, esposa del cocinero Ricardo Alfaro, reveló que antes de subirse al submarino su marido le dijo: “El ara está cada vez peor. Si no vuelvo, hacelos mierda, no les perdones nada”.
Cuando parecía que toda búsqueda era infructuosa, dos días después de cumplirse un año de su desaparición, el buque Seabed Constructor —de la empresa norteamericana Ocean Infinity— encontró el ara San Juan a 907 metros de profundidad, a la altura de la ciudad patagónica de Comodoro Rivadavia. Estaba al final de un cañadón y se confundía con una línea de rocas. Por el hallazgo, el buque norteamericano cobró 7.5 millones de dólares.
En conferencia de prensa, las autoridades de la Armada admitieron que habían rastrillado esa zona varias veces e informaron que no contaban con los recursos para reflotar los restos del submarino. Los familiares, que fueron avisados por la Armada a través de un grupo de WhatsApp, se reunieron en la Base Naval de Mar del Plata y agitaron las banderas con los rostros de sus seres queridos. Después, declararon ante los medios internacionales que no creían la versión oficial de la Armada y sólo unos pocos quebraron el estado de desesperanza para exigir el rescate del fuselaje.
El escándalo subió de tono en noviembre de 2020. A casi tres años de la desaparición del ara San Juan, el excomandante de Adiestramiento y Alistamiento de la Armada, Enrique López Mazzeo —que, además, es uno de los imputados en la causa que comanda la jueza Yáñez—, reveló que el gobierno nacional, encabezado por Macri, ocultó a los familiares y a la opinión pública nacional e internacional que habían ubicado el submarino el 5 de diciembre de 2017, es decir, a veinte días de su desaparición. El punto de localización había venido desde Chile, pero Argentina decidió no buscarlo. La revelación de López Mazzeo, que conmocionó a los familiares, ocurrió en sede judicial y hasta el momento no ha recibido ninguna refutación.
“¿Por qué esperaron un año para anunciar su hallazgo? Porque realmente no les interesaba, pero también hay otra arista y son los posibles negociados para explotar petróleo en el lecho submarino, como hicieron con la firma Igeotest Geosciences SL, una empresa española con muchas deudas que se contrató para la búsqueda de la nave cuando en realidad era experta en inspecciones petroleras y no en submarinos. Si no fuera por los parientes de los tripulantes, el macrismo seguía con el contrato como si nada”, dice la abogada querellante Valeria Carreras, que denunció en sede judicial por presunto encubrimiento a Macri y a su exministro de Defensa, Óscar Aguad.
La Justicia argentina aún investiga la complejidad de la trama con preguntas inconclusas. ¿Por qué se hundió el submarino? ¿Hubo falta de mantenimiento y fallas mecánicas que le impidieron salir a la superficie? ¿Cuáles fueron las responsabilidades en la cadena de mandos al detectarse el incendio en la nave? ¿Por qué se demoró tanto la búsqueda si se aplicó la más alta tecnología mundial? ¿Existió un encubrimiento del gobierno de Macri que permitió esconder información y ganar tiempo ante la opinión pública bajo oscuros motivos económicos y políticos?
Lo más asombroso, de todas maneras, es el espionaje del aparato de inteligencia del Estado que tuvo como blanco a las familias de los tripulantes.
***
Hubo alguien que se bajó a tiempo.
—No quise navegar más y pedí la separación de la escuela de submarinos. Pensé en mi hijo de dos años y medio y en mi mujer.
En la Armada de la República Argentina (ARA), institución que continúa con casi las mismas reglas jerárquicas desde 1814, pedir un traslado suele considerarse un gesto de rebeldía. Pero no le importó.
Era julio de 2017 y el teniente de fragata, Carlos Christian Schutz, de 32 años, estaba navegando junto a sus compañeros. Con catorce años de antigüedad en la Armada, era apenas su segunda misión a bordo. Todavía estaba en la condición de aspirante a submarinista. “Éramos observadores, no teníamos responsabilidades”, dijo Schutz ante la jueza Marta Yáñez, un año después, en su declaración.
En su anteúltimo viaje, antes de desaparecer completamente, el submarino estaba vigilando unos pesqueros ilegales. Schutz, con sus compañeros Alejandro Tagliapietra y Jorge Luis Mealla, aprendían de los oficiales y suboficiales. La misión duró diez días. Y hubo riesgo de vida. Lo primero fue una falla en el sistema de comunicaciones. Luego, Tagliapietra vio vapor en el pozo del snorkel. “En ese momento nos percatamos de que algo no estaba bien”, dijo Schutz ante la jueza, que tomó su testimonio como un signo evidente de que el submarino ya estaba en problemas. En aquella ocasión se comprobó que había entrado agua hasta el ventilador del buque en plena navegación. Los maquinistas discutieron, pensaron que algún cabo había hecho mal una maniobra. Schutz comprobó que faltaban casi diez máscaras de emergencia y que hubo pérdida de aceite. Los jefes organizaron una reunión en el compartimento de torpedos; les dijeron que habían detectado la cercanía de otro submarino. Ordenaron que permanecieran quietos y en silencio, para no mover la nave. Schutz sintió miedo.
Cuando volvió a su casa, y después de unos días de reflexión, decidió bajarse. Solicitó el pase al sector de buques hidrográficos. Se lo dieron.
—Pensé en la responsabilidad. Y que si volvía a pasar algo parecido en el futuro, no sé si iba a poder zafarla —dijo Schutz, ampliando su testimonio.
—¿A qué se refiere con “responsabilidad”? —inquirió la jueza Yáñez, sospechando que Schutz ocultaba más de lo que decía.
—A no poder estar a la altura de las circunstancias.
En esa audiencia Schutz dijo que el agua no había entrado en la zona de baterías casi por milagro. “Si entraba ahí, podría haber ocurrido un cortocircuito que emanaría gases de hidrógeno. Además, el agua salada mezclada con el ácido de las baterías puede generar gas cloro, que es venenoso para el ser humano”.
Cuatro meses después, el 14 de noviembre de 2017, el agua efectivamente entró.
Hoy Schutz vive alejado de la prensa, atemorizado por posibles represalias después de su testimonio judicial.
Según quienes lo trataron, nunca pudo superar la desaparición de sus amigos Alejandro Tagliapietra y Jorge Luis Mealla, quienes lo llamaron la última vez desde el puerto de Ushuaia y le prometieron tomar una cerveza cuando regresaran a Mar del Plata.
***
—Soñé que mi hijo se aparecía en casa, me abrazaba contento y enseguida preguntaba por su padre. “¿Por qué no me esperó?”, me decía. No le supe qué decir.
Los días de Zulma Sandoval en Mar del Plata parecen ser un círculo de tedio y dolor. En su último sueño, su hijo Óscar Vallejos, de 38 años, sonarista del submarino, marido de Paola Costantini, deja de ser la sombra espectral que se proyecta en el retrato que le regaló un pintor, ubicado en una suerte de altar que gobierna el living, arriba de una pantalla enorme de LED, para volver por un instante a ser el joven sonriente de la familia.
—Tengo la esperanza de que regrese. A veces se me pasa por la cabeza que alguien los rescató del mar y los tiene prisioneros en alguna parte —dice Zulma, mientras mira una pequeña Virgen cerca de la puerta de entrada.
Con una bandera argentina de fondo que tiene la leyenda del ARA San Juan, Zulma, de 59 años, está sentada en un sillón del living, el mismo que usaba su esposo, también de nombre Óscar, fallecido en enero de 2020. Él había entrado a la Armada huyendo de Chaco, una de las provincias más pobres de Argentina. Había sido combatiente de la Guerra de las Malvinas, en 1982. “Se le despertó el cáncer después de la muerte de mi hermano”, dice Marta, de cuarenta años, otra de las hijas de Zulma, mientras convida café.
Cuando el marido de Zulma murió, a ella le entregaron una bandera argentina, a su hija Marta le obsequiaron una espada y a su otra hija, Malvinas, de 28 años, una gorra de la Armada.
—Mi marido nunca lloró por lo de nuestro hijo, se guardó todo para adentro. En la Armada son así.
—¿Cómo son?
—Les enseñan a no expresar los sentimientos. Son muy reservados.
—¿Su hijo era así?
—Mi hijo era amable, todo el mundo lo quería. Pero de su trabajo en el submarino se callaba.
Marta dice que su hermana Malvinas, que durante esa tarde entra y sale del comedor ansiosamente, descubrió algunas veces a su padre dándole un beso al cuadro, desvelado en la madrugada. Malvinas —dice ahora su madre— es la que más se deprimió por la muerte del hermano. Y al poco tiempo, la muerte de su padre. Los dos hombres de la familia. A Óscar el padre lo llevaba de niño a navegar en la Base Naval de Puerto Belgrano —en el sur argentino—, como quien lleva a su hijo a jugar al fútbol. Le transmitió el sentido del deber: estar en la Armada no sólo era tener un buen sueldo y salir del destino de pobreza, sino sentirse importante al defender la patria.
Las fotos de Óscar se despliegan sobre la mesa. En una de ellas, Malvinas aparece en su cumpleaños quince. A un lado está su hermano; al otro, su padre. Ambos vestidos con traje blanco de la Armada. Hoy Malvinas trabaja en la Base Naval de Mar del Plata, como personal civil. La televisión está encendida. Zulma permanece mirando la pantalla con los ojos húmedos, sin prestar atención a la película que se proyecta.
—Ahora nos ofrecieron una indemnización, pero el Estado se olvidó de nosotros —dice Zulma, con tono grave—. Fuimos manoseados y tan maltratados que hasta el expresidente Macri nos espió.
La lucha de los familiares para que la búsqueda no naufragara se convirtió en un símbolo nacional. Zulma Sandoval fue una de las que encabezaron guardias en la Base Naval de Mar del Plata, pernoctando en el frío del invierno, frente al mar. También se encadenó en la Plaza de Mayo, donde padres, madres, esposas e hijos de los submarinistas acamparon por más de cincuenta días pidiendo que buscaran el submarino.
Los espías anticipaban a Macri todos los reclamos que planeaban hacer los familiares de los 44 tripulantes desaparecidos. Sabían quiénes serían las viudas que hablarían en las reuniones con funcionarios y hasta qué petitorios iban a presentar.
Lo que nadie se imaginó fue el espionaje ilegal. Las viudas del ARA San Juan y sus hijos e hijas fueron el blanco de la Agencia Federal de Investigación (AFI), al menos entre fines de 2017 y a lo largo de 2018. Las primeras denuncias se realizaron en abril de 2018, cuando las víctimas notaron que sus celulares experimentaban llamativas irregularidades. “No fue una tragedia: a los tripulantes los mandaron al muere con una nave repleta de desperfectos”, enfatiza Valeria Carreras, abogada querellante. “Eso es lo que reclamaban las mujeres de las víctimas. Y encima que las maltrataban cuando los recibían en Casa Rosada, por atrás sabían quiénes eran las que organizaban las marchas y qué tipo de reclamos iban a hacer. El espionaje fue para adelantarse a sus reclamos y ofrecerles falsas promesas. Antes de que un fiscal investigara, lo denunciamos en la justicia y nos trataron de locas”.
Los espías anticipaban a Macri todos los reclamos que planeaban hacer los familiares de los 44 tripulantes desaparecidos. Sabían quiénes serían las viudas que hablarían en las reuniones con funcionarios y hasta qué petitorios iban a presentar. El perfil de las esposas de los tripulantes era el de mujeres jóvenes, sin experiencia previa en movilizaciones, mujeres del interior del país que en su mayoría se habían mudado a Mar del Plata para acompañar a sus maridos en la Armada, con sus hijos a cuestas.
En septiembre de 2020 —y tras un allanamiento en la AFI de la delegación Mar del Plata— la justicia federal argentina se encontró impensadamente con una pila de discos y material digital. Al abrirlos, comprobaron que eran registros del espionaje a las viudas. La interventora de la AFI, Graciela Camaño, convocó a los medios a una conferencia. Luego radicó la denuncia, donde pidió la indagatoria de Macri, los exjefes de la AFI Gustavo Arribas y Silvia Majdalani, el director de Reunión Interior —una dependencia de la ex-SIDE dedicada a recolectar información desde las provincias— y el jefe de la delegación marplatense de la AFI.
“La inteligencia es instrumental a todo gobierno. El problema es cuando se hace de forma ilegal, sin orden judicial”, dice el fiscal Daniel Adler de Mar del Plata, quien investigó que en el espionaje participaron, además, oficiales de la Armada.
La familia Vallejos fue una de las tantas víctimas. En una audiencia judicial, Malvinas Vallejos se reconoció en una foto del expediente. Se la habían sacado los espías durante una marcha en Mar del Plata sin que ella se diera cuenta. A Zulma el celular le falló durante meses: se prendía y apagaba, se ponía a titilar, se borraban mensajes. Luego supieron que era porque los estaban espiando.
Se acercaban a las mujeres, primero por redes sociales y luego en las reuniones alrededor de la Base Naval, ganándose su confianza. Agentes que se hacían pasar por periodistas, brujos que decían tener visiones sobre la nave, apócrifos estudiantes de sociología que recomendaban herramientas de lucha política. “Y eran profesionales al estilo de Alfredo Astiz —exmarino conocido como el Ángel de la Muerte, condenado por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar entre 1976 y 1983—. Agentes que posaban con actitudes angelicales, apoyando buenas causas, y que por detrás pasaban información”, dice la abogada Carreras.
—Estoy en pie porque pienso en mis dos hijas y mis tres nietos. Dios nunca abandona. Si María soportó lo que le hicieron a su hijo Jesús… es lo que me da fortaleza para seguir —dice Zulma Sandoval, cuando se despide en la puerta de su casa regalando un llavero de plástico del submarino, color negro.
Entonces se refiere al Sitio de la Memoria construido en la Base Naval de Mar del Plata, uno de los centros clandestinos de detención de la dictadura. Ella lo nombra como un “mural de la subversión”, aunque en realidad son tres columnas cruzadas con un pilón de cemento que rezan “Memoria, Verdad, Justicia”, en los que se grabaron los nombres de las víctimas.
—En la entrada, los familiares pusimos banderas por cada tripulante. Es como una memoria, con banderas argentinas, sus nombres y sus historias. Los visitantes confunden lo nuestro con ese mural.
La Armada argentina ocupó un rol fundamental en la desaparición, secuestro y homicidio de personas durante la dictadura. Pero Zulma no habla del posible rol de su marido —que integró la Armada durante esos años—, sino de otra cosa. No hay impostura en sus palabras.
—La lucha contra la subversión fue una verdadera guerra, con muchos soldados caídos. En el ARA San Juan murieron como héroes dejando la vida por el país. Por culpa de cómo está degradada la Armada en democracia, los mandaron al muere solitos.
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En un reporte del comandante Pedro Fernández a la Armada después de una navegación de julio de 2017, redactado 89 días antes del naufragio, pedía que el submarino abandonara sus maniobras sobre los buques pesqueros, por el riesgo de enredarse con sus “artes de pesca”. Y sugería un mantenimiento del snorkel, en el cual había notado imperfecciones. Pero eso no fue lo más importante. Después de la travesía de julio de 2017, Pedro Fernández había admitido que decidió abrir la válvula Eco19 en inmersión para equilibrar el oxígeno entre la popa y la proa. Es posible que haya hecho la maniobra porque el sistema atmosférico no funcionaba correctamente. La válvula Eco19 se encuentra en la tubería de ventilación, abre y cierra manualmente —con una manivela a la cual se le dan decenas de vueltas— y no tiene sensores ni alarmas.
—Es un antecedente clave para entender lo que pasó meses después con el hundimiento —dice Ricardo Burzaco, historiador y autor de un libro sobre submarinos argentinos—. Fernández informa de inmediato sobre su maniobra una vez terminada esa misión de julio, pero sus superiores no le dicen nada. Cuando era para una grave sanción, porque en todos los manuales navales está terminantemente prohibido. Esa válvula de ventilación se abre solamente en puerto. En esa navegación no llegó a entrar mucha agua porque no hubo tormenta.
El hundimiento, sin embargo, se explica por varias razones. Dice que es fácil culpar al comandante Fernández sin tener una visión de conjunto.
—El ARA San Juan era el Ferrari nacional, uno de los mejores del mundo, con capacidad para navegar al doble de velocidad que el resto. El San Juan fue parte de un plan ambicioso de Juan Domingo Perón, en los setenta, de fabricarlos en el país. Eso fracasó y se lo terminó haciendo en Alemania.
Era una nave costosa, enfatiza Burzaco, y de su razonamiento se desprende que un país que actualmente tiene a casi la mitad de la población en la pobreza difícilmente puede hacerse cargo de semejante máquina de guerra.
—¿Qué piensa de la reparación de media vida?
—La nave implosionó a seiscientos metros y eso echa por tierra que el submarino hubiera estado mal soldado. El submarino comunica problemas de un incendio por la entrada de agua de mar, no por otros inconvenientes. La reparación de media vida fue exitosa en el cambio de repuestos, pero no lo modernizó y quedó con tecnología vieja. Entre 2011 y 2014 no navegó ningún submarino y se recibieron tres promociones sin poder navegar. Los experimentados se retiraron y los jóvenes aprendieron como pudieron. La tripulación estaba bien adiestrada, pero carecía de experiencia para situaciones límite, y las malas políticas llevaron a un sobreuso de las naves, con pésimo mantenimiento. Antes un oficial llegaba a comandante con diez mil horas navegadas. Pedro Fernández tenía la mitad.
El submarino había tenido otros graves accidentes. El más arduo había sido un incendio desatado en el puerto de Mar del Plata, en 1995, que tomó dos días apagar. En 2016 una auditoría de la Inspección General de la Armada realizada en el Comando de la Fuerza de Submarinos encontró serias deficiencias. Dictaminó que se encontraba imposibilitado de “ejecutar el adiestramiento” y que se estaba haciendo “lo humanamente posible con los escasos recursos asignados”.
—Esa inspección nunca dijo “este barco nunca más sale de puerto”. Antes de la última navegación, sobre un puntaje final de cinco, el comandante Pedro Fernández le dio una viabilidad de 4.5 —dice Burzaco—. Según la documentación existente, el submarino estaba en condiciones náuticas de salir.
Burzaco insiste en que las grandes tragedias son multicausales. Eso es lo que aportó como asesor de la Comisión Bicameral legislativa, que también investigó la pérdida de la nave.
—El cien por ciento de lo que ocurrió no lo sabe nadie, pero hay un consenso entre los expertos. El comandante Fernández se equivocó en abrir la válvula Eco19 en plena navegación. Seguro que lo hizo como lo había hecho en julio de 2017, para equilibrar la atmósfera interna. Era algo que seguía haciendo y le funcionaba bien; total, nadie le decía nada. Pero la válvula quedó abierta en inmersión y entró el agua de mar. Y el escaso asesoramiento que hubo en tierra cuando tuvieron las comunicaciones satelitales lo dejó librado a su suerte.
—¿Hubo un exceso de confianza en él por parte de sus jefes o lo abandonaron?
—Esa noche hubo una tormenta increíble y él estaba capitaneando un infierno. No tendrían que haberle permitido ir a inmersión con una batería en cortocircuito. Si llega a explotar algo, hay menos posibilidades de zafar. Él no se declara en emergencia, pero pregunta a cuánto estaban de la flota naval y ahí sus superiores tendrían que haber prendido una alerta. No lo hicieron.
En una investigación interna, el Consejo de Guerra del Ministerio de Defensa acaba de dictar una sanción disciplinaria. Allí concluyó que el submarino debió haber navegado en superficie para evitar el naufragio. Y responsabilizó a la cadena de mandos, determinando la destitución del excomandante de la Fuerza de Submarinos, Claudio Villamide —lo consideró negligente “en la falta de cuidado o descuido de tropa y equipamiento”— y el arresto de treinta días del entonces jefe de operaciones Hugo Correa, una sentencia similar a la aplicada contra el entonces jefe de la Armada, Marcelo Srur.
—El eje de la cuestión pasa por la decisión en tierra de los jefes, que inexplicablemente dejaron todo en manos del comandante Fernández. Lo tendrían que haber guiado permanentemente. Si el submarino se hubiera quedado en la superficie, además, no habría perdido la comunicación a intervalos con tierra, algo que le hubiera asegurado, por ejemplo, un posible auxilio —concluye Burzaco.
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Mi nombre es Luis Tagliapietra, tengo cincuenta años y soy uno de los abogados querellantes de las familias. Perdí a mi hijo en aquella noche. De chico se crió haciendo deportes acuáticos. En mi familia no hay un solo militar pero él pasaba cerca del Liceo Naval, veía a los chicos con el uniforme y se quedaba embobado.
Queremos sentar al expresidente Macri en el banquillo de acusados. Y es importante extraer los restos del submarino para nuevas pericias. Con los familiares queremos que se cambie la carátula a homicidio simple con dolo eventual, porque entendemos que los altos mandos sabían que, al realizar o no una determinada acción, podían ocasionar la muerte de 44 tripulantes y no hicieron nada para evitarlo.
No alcanzan gestos como el del actual ministro de Defensa, Agustín Rossi, de darle el ascenso post mortem a la tripulación. Que los agentes de inteligencia nos hayan espiado es terrible. Una patada al hígado.
Fui uno de los tres familiares que el buque norteamericano Ocean Infinity llevó como testigos de su labor cuando se encontró el submarino. Fue un hallazgo difícil. Primero se encontró un tubo de aire, después el casco, que estaba entero. Vimos la chaqueta de un tripulante en el fondo del mar. Sentí un escalofrío en la espalda, una profunda tristeza mezclada con paz.
Tengo otros dos hijos, Lucas y Micaela. Alejandro era el mayor, me seguía para todos lados y era supercompetitivo conmigo. Jugaba al rugby, hacía natación y quería ganar en todo.
Me acuerdo de que, cuando me dijo que iba a entrar a la escuela de submarinos, le dije que no sabía que teníamos submarinos y se ofendió. Me dio una clase.
Me enfermé de Covid-19. Pero no pienso aflojar. Todos los días trabajo con la causa judicial y la herida sigue abierta. De vez en cuando me pongo a pensar y busco consuelos. Quién sabe, pero todavía tengo la fantasía de encontrar
a mi hijo con vida.
Si hay un Dios, que los ayude... los políticos son algo más inteligentes que los perros, no se muerden entre ellos.
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