Los ataques con cargas de profundidad de los navíos aliados contra los submarinos alemanes podían llegar a durar días y eran terroríficos. A continuación transcribimos uno de ellos narrado en primera persona por uno de sus protagonistas, Herbert A. Werner, capitán de U-Boot autor de Ataúdes de Acero, recientemente publicado por Ediciones Salamina.
Siegmann giró el periscopio para comprobar el otro lado. De repente gritó, «¡Abajo! ¡Abajo con el submarino! ¡Jefe, llévalo abajo por Dios, destructor en posición de embestida! ¡Abajo a 200 metros!». Esperé con la certeza que de un momento a otro el destructor impactaría contra la torreta. Mientras el submarino descendía rápidamente, el terrorífico sonido de las máquinas y las hélices del destructor rebotaba en el acero de nuestro casco. Se intensificó tan rápidamente y retumbó de forma tan ensordecedora que nos quedamos petrificados. Solo el submarino se movía, bajando demasiado lento como para escapar del golpe.
Una explosión ensordecedora sacudió el mar. Una salva de seis cargas de profundidad levantó al submarino y lo sacó del agua, dejándolo en la superficie a merced de cuatro destructores británicos. Las hélices del U-230 rotaban al máximo de revoluciones, impulsándonos hacia delante. Durante unos segundos hubo silencio. Durante unos instantes los británicos quedaron perplejos y desconcertados. Tras lo que nos pareció una eternidad, el submarino volvió a sumergirse y descendió y descendió.
Una nueva serie de cargas estallaron y levantaron nuestra popa con inmensa fuerza. El submarino, totalmente fuera de control, fue catapultado hacia el fondo, que estaba a ocho kilómetros de profundidad. Inclinado con un ángulo de 60 grados, el U-230 llegó a los 250 metros antes de que Friedrich lograse revertir su caída. Nivelados a una profundidad de 230 metros, pensamos que estábamos muy por debajo del alcance de las cargas de profundidad del enemigo. El U-230 fue rápidamente aprestado para hacer frente a la cacería. Una vez más estábamos condenados a mantenernos a la espera en las profundidades.
16:57: Varios sonidos de salpicaduras en la superficie anunciaron una nueva salva. Una serie de 24 cargas detonaron en rápida sucesión. El atronador rugido impactó contra nuestro submarino. Las explosiones lo inclinaron de nuevo en un ángulo agudo mientras el eco de las detonaciones retumbaba sin fin en las profundidades.
17.16: Una nueva salva nos dejó sordos y sin aliento. El submarino se escoró abruptamente con el rosario de explosiones. El acero crujió, chirrió y las válvulas se aflojaron. El recubrimiento de los ejes de las hélices presentó vías de agua y un chorreo continuo llenó pronto la sentina de popa. Las bombas de achique trabajaban a todo ritmo, los recubrimientos del periscopio se aflojaron y el agua chorreó por los cilindros. Agua por todas partes. Su peso llevó al submarino a una mayor profundidad. Entre tanto, el convoy continuó avanzando sobre nuestro submarino en una estruendosa procesión.
17:40: El estrépito de hélices llegó a su punto álgido. El sonido repentino de salpicaduras en superficie nos indicó que teníamos entre 10 y 15 segundos para agarrarnos ante la llegada de otra salva. Las cargas estallaron poco antes de llegar a una distancia letal. Mientras el océano reverberaba bajo los estallidos, el grueso del convoy pasó lentamente por encima de nuestro lugar de ejecución. Imaginé a los cargueros desviándose de su rumbo a fin de esquivar a los escoltas reunidos en la superficie para acabar con nuestra existencia. Quizá debiésemos arriesgarnos a descender algo más. Desconocía cuál era el límite, la profundidad a la que el casco implosionaría finalmente. Nadie lo sabía. Aquellos que lo descubrieron se llevaron el secreto al fondo. Estuvimos recibiendo castigo durante cuatro horas y fuimos descendiendo gradualmente. Siguiendo un patrón constante, cada 20 minutos se precipitaban salvas de 24 cargas de profundidad sobre nuestro submarino. Por un momento creímos que habíamos ganado. Fue cuando los escoltas se marcharon apresuradamente a ocupar sus posiciones en el convoy. Pero nuestras esperanzas no duraron mucho. Los destructores se habían limitado a dejar el golpe de gracia al grupo de cazasubmarinos que seguía la estela del convoy.
20.00: El nuevo grupo lanzó su primer ataque, luego otro, y otro más. Nos quedamos impotentes a 265 metros de profundidad. Teníamos los nervios a flor de piel. Nuestros cuerpos estaban rígidos por el frío, el estrés y el miedo. La extenuante agonía de la espera nos hizo perder el sentido del tiempo y cualquier apetito. Las sentinas estaban inundadas de agua, aceite y orina. Los lavabos estaban cerrados con llave; usarlos hubiese significado una muerte inmediata, ya que la enorme presión exterior hubiese actuado revirtiendo el mecanismo de expulsión deseado. Se circularon latas para que los hombres pudiesen aliviarse. Al hedor de los residuos, el sudor y el aceite hubo que añadir el de los gases de las baterías. El incremento de la humedad producía condensación en el frío acero y chorreaba hasta las sentinas, cayendo de las tuberías y empapando nuestras ropas. A medianoche, el Capitán se dio cuenta de que los británicos no cejarían en su ataque y ordenó la distribución de cartuchos de potasa a fin de ayudar a la respiración. Pronto todos los hombres estuvieron equipados con una gran caja metálica enganchada al pecho con tubos de goma que se introducían en la boca mientras unas pinzas tapaban los orificios nasales. Continuamos la espera.
13 de mayo. A las 01.00 horas habían estallado unas 200 cargas de profundidad por encima y alrededor de nosotros. En varias ocasiones habíamos empleado una estratagema para tratar de escapar. A través de una válvula que daba al exterior, expulsamos en repetidas ocasiones una gran cantidad de burbujas de aire. Estas pantallas de aire subían a la superficie reflejando los ecos del Asdic como si fuesen un cuerpo sólido. Pero nuestros atacantes solo fueron engañados y trataron de perseguir aquellos ecos en dos ocasiones; en ambas dejaron al menos un escolta atrás, directamente sobre nuestras cabezas. Incapaces de escabullirnos, nos dimos por vencidos con la estratagema y nos concentramos en conservar la potencia y el aire comprimido que nos quedaba y nuestra menguante provisión de oxígeno.
04.00: El submarino había descendido hasta los 275 metros. Habíamos estado sometidos al ataque durante 12 horas y no había indicios de que decayese. Este día era mi cumpleaños y me pregunté si sería el último. ¿Cuántas oportunidades se podían pedir?
08.00: Los ataques no cesaban. El agua de las sentinas se elevó por encima de las planchas del pasillo y se mecía alrededor de mis pies. Las bombas de la sentina no funcionaban a esta profundidad. Cuando una carga estallaba, el Jefe soltaba un poco de aire comprimido al interior de los tanques para asegurar la flotabilidad del submarino.
12.00: El ángulo de inclinación hacia abajo de proa se incrementó. Nuestras reservas de aire comprimido eran peligrosamente bajas y el submarino continuaba descendiendo lenta pero gradualmente.
20.00: El aire era denso, más aún respirado a través de los calientes cartuchos. El diablo parecía estar tocando a nuestro casco de acero cuando crujía y se contraía bajo la enorme presión del agua.
22.00: Las salvas de cargas de profundidad se incrementaron a medida que concluía la puesta de sol en la superficie. Los salvajes ataques a intervalos cada vez más pequeños indicaban que el enemigo había perdido la paciencia.
14 de mayo. A medianoche, tanto el submarino como de la tripulación nos habíamos aproximado al límite. Habíamos alcanzado una profundidad de 280 metros y la nave continuaba descendiendo. Me arrastré a través del pasillo, empujando y sacudiendo a los hombres, obligándolos a permanecer despiertos. El que se durmiese bien podía no volver a despertarse.
03.10: Retumbó una atronadora salva de cargas, aunque sin efecto. Estábamos más cerca de ser aplastados por la presión a esas profundidades que por la explosión de las cargas. Mientras el eco del último estallido se desvanecía lentamente, otra cosa atrajo nuestra atención. Durante un largo rato escuchamos un sonido que se desvanecía, incapaces de creer que los Tommies se hubiesen dado por vencidos en la caza.
04.30: Durante casi una hora imperó el silencio. Pasamos todo aquel tiempo dudando sobre nuestra suerte. Teníamos que asegurarnos, así que activamos nuestro generador de agua potable y pusimos su motor a máxima potencia. No hubo reacción en superficie. Empleando las últimas reservas de aire comprimido y de la carga de las baterías, el Jefe logró subir el sobrecargado submarino, metro a metro. Luego, incapaz de frenar su movimiento de ascenso, Friedrich lo dejó elevarse libremente y gritó, «¡el submarino sube rápidamente… cincuenta metros… submarino en superficie!».
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