En la playa de Laboe, a orillas del mar Báltico, puede visitarse uno de los escasísimos submarinos alemanes que han sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial: el U-995. La experiencia permite recrear las duras condiciones de vida a bordo, en el interior de un recinto exiguo que –descontado el espacio destinado a maquinaria y torpedos– ofrecía un hábitat casi imposible para la vida humana, materializado en un pasillo corto y estrecho con literas a ambos lados. Un lugar no apto para claustrofóbicos.
Había olvidado la desazón que me produjo la visita, pero algo me lo ha traído a la memoria: un paseo por eso que ahora llaman Soho. A través de la ventana de una planta baja, abierta de par en par a la calle, pude ver una escena pintoresca: dos guiris en bolas cantaban desafinadamente a voz en grito. El decorado era un dormitorio colectivo que tenía más de naval que de cuartelario, por aquello del aprovechamiento obsesivo del espacio. De hecho, el cuartucho parecía haber salido de la mano del ingeniero alemán que diseñó los sumergibles de la clase VII C a la que pertenecía el U-995, y la porción de aire disponible para los usuarios de esos catres no debía de ser muy distinta a la de la tripulación de dicha nave. Ah, y junto a la ventana, una placa azul con la inscripción «alojamientos turísticos». ¿Qué lleva a alguien a someterse de buen grado a semejantes apreturas? La oportunidad de viajar con un presupuesto ínfimo, supongo.
Así que el turismo era esto. Los años 90 vieron desaparecer a la práctica totalidad de los corralones de Málaga, lo que fue acogido por muchos con alborozo ya que desterraba aspectos del habitar tenidos por nocivos, como el hacinamiento o los baños colectivos.
Al menos, los corralones tenían patios generosos.
Al menos, los corralones tenían patios generosos.
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