La historia de la tecnología es heredera directa de la narrativa falsaria que conocemos como «revolución científica», por definición anglocéntrica y anticatólica. En su versión común, ha pretendido atribuir al norte de Europa y en particular a Inglaterra la capacidad crítica que dio origen a la ciencia moderna y, con ella, al capitalismo y la innovación. Según sus postulados, los españoles no servían para la tarea científica o técnica. Este estereotipo, como tantas otros, esconde tanto complejos interiorizados por españoles sumidos en la pereza mental y la autocomplacencia, como una manifiesta ignorancia de nuestro pasado. La historia de los submarinos españoles en nuestro siglo XIX, tan necesitado de una reevaluación frente a los tópicos impuestos por el romanticismo colonial y sus bandas de viajeros prepotentes y viciosos, muestra que, en cambio, se alcanzaron hitos extraordinarios. Uno de ellos fue, sin duda, el llamado «submarino Peral», de cuya botadura se cumplen ahora 130 años. Aunque invocado casi siempre bajo el signo del héroe solitario, al cartagenero Isaac Peral se le puede inscribir en una antigua tradición española dedicada a la construcción de ingenios capaces de navegar bajo el agua.
Desde el siglo XVI se diseñaron precarios trajes de buzo, o escafandras para el rescate de naufragios o de perlas, pero en plena revolución industrial el maquinismo imponía otros retos. El médico barcelonés Francisco Santpons, financiado por un empresario textil, trabajó en ingenios de vapor acuáticos. La figura fascinante de Narciso Monturiol se hizo presente en política y educación: «Instruíos, moralizaos», señalaba a sus contemporáneos. Tras implicarse en la explotación del coral, diseñó un buque submarino, el «Ictíneo», del que llegó a construir dos prototipos que «navegaron por el fondo del mar», entre 1859 y 1862, en Barcelona y Alicante. Peral fue diferente. Marino de guerra, profesor e inventor, perteneció a una generación posterior (nació en 1851 en Cartagena, Monturiol en 1819 en Figueras). Su capacidad técnica logró adaptar al submarino soluciones vinculadas no a la primera revolución industrial, del carbón y el hierro, sino a la segunda, relacionada con el petróleo, la electricidad, el acero y la química.
Si en el primer caso, el de Monturiol, su legado consistió en un ingenio fascinante, en el segundo nos encontramos ante un artefacto industrial, fundamental en el desarrollo posterior del arma submarina y el dominio humano de las profundidades oceánicas. Corría el mes de abril del año de 1887 cuando Peral era aclamado a su llegada desde Madrid a la estación de ferrocarril de San Fernando (Cádiz), por una muchedumbre entusiasmada. Aquellas gentes no lo vitoreaban por lo que había hecho, sino por lo que iba a hacer, pues iba a iniciar la construcción del primer torpedero submarino de la historia. Peral, teniente de navío y profesor de la Academia de San Fernando, había presentado su proyecto en 1885 ante el Ministerio de Marina. Especificó que serviría para la defensa de la Península, Baleares y Canarias. La completa memoria fue aprobada y, dos años después, la «Gaceta de Madrid» publicó el real decreto por el que se establecía, con carácter de urgencia, la construcción del buque en el arsenal gaditano de La Carraca.
Tanto el patriotismo como el sentido común de Peral resultan fuera de toda duda. Por aquellos años, no solo la insurrección cubana amenazaba la integridad territorial española, sino que se rumoreaba el interés británico por las islas Canarias. El propio Peral no dudó en señalar a la Reina regente, María Cristina de Habsburgo, que la construcción del submarino y las ventajas que conllevaría servirían «para equilibrar nuestro poder marítimo con el de otras naciones de mayores recursos». En palabras del gran investigador y profesor Agustín Rodríguez González, el invento se asemejaba a la «honda de David», frente al Goliat naval que representaban las Armadas británica y alemana. Precisamente fue la crisis de 1885 entre España y el Imperio alemán por la posesión del archipiélago de las Carolinas (descubiertas por los españoles en el siglo XVI), en el Pacífico, la causa por la que Peral, según confesó, presentó el atrevido proyecto a compañeros y superiores. Había sopesado muy bien todos sus aspectos. Para reafirmar el carácter nacional del proyecto, decidió que los materiales de construcción y el lugar de fabricación debían ser españoles. El 23 de octubre de 1887 comenzaron en La Carraca los trabajos y diez meses después el submarino estaba casi concluido. Un periodista local señaló: «No es un juguete o modelo de un arma de guerra menor, es un buque, como si dijéramos, hecho y derecho». Con las pertinentes modificaciones -incluso que el submarino fuese movido por electricidad, dispusiera de un periscopio, tubo lanzatorpedos, corredera eléctrica y aguja compensada- la botadura se llevó a cabo el 9 de septiembre de 1888. El buque «se deslizó rápida y seguramente sobre los raíles, entrando en el agua majestuosa y gallardamente». Tenía una eslora de 21,9 metros y un puntal de 2,75. Alcanzaba 8 nudos de velocidad en superficie, con dos motores eléctricos de 30 caballos cada uno, alimentados por 613 acumuladores. Llevaba una dotación de once hombres (comandante, cinco oficiales y cinco marineros) y poseía una autonomía de 200 millas. Estaba armado con tres torpedos. El peso era de 77 toneladas, 85 en inmersión, y podía descender hasta los treinta metros. El costo oficial fue de 931.154 pesetas, tres veces más de lo presupuestado.
Peral concibió una verdadera armada submarina de cuarenta aparatos, movidos por electricidad, que sería la expresión de una nueva época en la defensa marítima española. Después de superar diversas pruebas, consistentes en la navegación en superficie y sumergida, lanzamiento de torpedos contra objetivos reales, ejercicios de defensa y ataque, tanto diurnos como nocturnos, con un éxito que escapaba a cualquier especulación, una junta técnica dictaminó la utilidad militar del buque. En enero de 1891, Peral se trasladó a Madrid al objeto de rendir cuentas ante el ministro de Marina. Entonces se torció todo. Una serie de farragosas y confusas presiones hicieron que su proyecto fuera finalmente rechazado. Se le propusieron alternativas, pero Peral se negó a aceptarlas, arguyendo con toda razón que su proyecto era viable tal y como estaba, sin modificaciones. Su decepción fue tan grande que pidió la baja en la Real Armada. El boicot apunta a una figura clave. El ministro José María Beránger hizo todo lo posible por que el proyecto no saliera adelante. Incluso llegó a mostrar los planos, a pesar de su carácter secreto, a un conocido traficante de armas llamado Basil Zaharoff, apodado «El mercader de la muerte», reclutado como espía británico en 1870. Peral murió de cáncer cuando estaba a punto de cumplir 44 años. Además de inventar el submarino, calificado al fin de «cacharro inútil» por sus traidores enemigos, tuvo tiempo de montar una fábrica de acumuladores para electrificar municipios y de impulsar las primeras centrales eléctricas españolas. Recordarle en estos días constituye tanto una obligación moral como una lección de patriotismo plenamente aplicable en el presente.
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