En el siglo XIX se descubrió que había una inmensa parte del planeta a la que jamás nos habíamos acercado, un lugar a miles de kilómetros de la vida. Hasta hace relativamente poco tiempo el hombre no sabía lo que se iba a encontrar en el punto más profundo del Océano, el gran agujero negro: la fosa de las Marianas.
Para que James Cameron se convirtiera en el año 2012 en la primera persona en descender en solitario al punto más bajo de la tierra otro grupo de científicos y aventureros tuvieron que arriesgar sus vidas en la búsqueda de lo desconocido. Como si de una novela de Julio Verne se tratara, la confirmación de la existencia del punto más profundo bajo tierra comenzó con una expedición hacia lo imposible.
La expedición a bordo del HMS Challenger
A finales de 1860 había un hombre decidido a ir donde nadie se había atrevido hasta entonces. El naturalista, profesor y explorador escocés Charles Wyville Thomson buscaba las ayudas necesarias para iniciar un viaje en barco que le llevara al estudio oceanográfico más ambicioso de la historia.
Unos años después Thomson logró los recursos necesarios con la ayuda de la Royal Society of London. El 21 de diciembre de 1872 zarpaba desde Portsmouth el navío de la Royal Navy, el HMS Challenger. Originalmente se trataba de una corbeta de propulsión mixta a velas y máquina de vapor, un buque de guerra que pasó a modificarse para este viaje histórico.
Para ser capaz de medir las profundidades se retiraron todos los cañones excepto dos. También se redujeron los mástiles con la idea de obtener más espacio interior. Allí pasaron a instalar laboratorios, camarotes extra y una plataforma especial para el dragado. El buque fue equipado con una serie de botes para la conservación de especímenes junto a microscopios, aparatos químicos, draga, termómetros, equipos de pesca, botellas de tomas de muestra y sondas para la recogida de sedimentos del lecho marino.
A bordo del Challenger había una tripulación de 243 hombres divididos entre tripulación, oficiales y científicos. Un barco que partió comandado por el capitán George Nares y bajo la supervisión científica de Thomson junto a William Carpenter. El objetivo una vez en la mar era recorrer los océanos Atlántico, Antártico, Índico y Pacífico para estudiar y catalogar la profundidad, las temperaturas, la salinidad, las corrientes y la biología del océano.
Un viaje que duraría en el tiempo 1.290 días de navegación larga y sombría donde la tripulación se desvivió por dragar, medir y explorar cada uno de los océanos. Un esfuerzo donde cada dato recogido era un logro científico para la posteridad, lo que no evitó que muchos de los hombres fueran arrastrados a la locura (60 de ellos optaron por saltar al mar) por el tedio que suponía vivir para medir la profundidad o leer temperaturas.
Sin embargo todo cambió el 23 de marzo de 1875. Mientras el equipo estaba sondeando un área cerca de las Islas Marianas en el Pacífico occidental, de manera inesperada y sorprendente el mar se tragó aproximadamente 8 kilómetros de línea de medición antes de que el sonoro peso alcanzara el suelo del océano. ¿Qué demonios había ocurrido?
Los investigadores habían descubierto un valle submarino que con el tiempo llegaría a ser conocido como el abismo Challenger. Alcanzando los 10.923 metros en su punto más bajo, hoy sabemos que aquello era la localización más profunda en la totalidad del planeta. Una región de una inmensidad tan impresionante que si pusiéramos el Everest en el fondo marino de las Marianas, tras su pico faltarían kilómetros para llegar al punto más profundo.
Tras encontrar aquella “anomalía” todo eran suposiciones. Desde luego, por mucho que elucubrasen ninguno podía saber qué clase de organismos o formaciones podrían acechar a tales profundidades. Muchos científicos de la época estaban convencidos de que tales grietas debían ser lugares sin vida considerando la inmensa presión, las temperaturas, la falta total de luz solar y la presunta ausencia de oxígeno.
Sin duda, en aquel momento era un inmenso agujero negro desconocido del que no se sabría nada hasta casi un siglo después, momento en el que un puñado de inventores y exploradores decidieron poner fin a las especulaciones acudiendo hasta la zona y arriesgando sus vidas para averiguar qué había allí.
Viaje a las profundidades de la Tierra
En los años siguientes a la expedición se concluyó que el abismo Challenger formaba parte de una formación mucho más grande, lo que hoy conocemos como la masiva Fosa de las Marianas, la más profunda de las fosas oceánicas y el lugar más profundo de la corteza terrestre. La fosa tiene una longitud de 2.550 kilómetros y una anchura media de 70 kilómetros que tiene su origen en un proceso de subducción. Un lugar tan extraño que a menudo se utilizan analogías de lo más variopintas para describir la presión del agua de su piso (de unas 1.072 atm).
El primer científico con los conocimientos y los medios necesarios como para considerar seriamente una inmersión al fondo de las Marianas fue Auguste Piccard. Se trataba de un profesor, físico e inventor suizo de cierta reputación. A principios de 1930 había ganado fama científica al construir (y pilotar) el primer globo estratosférico tripulado del mundo.
Dicen que Piccard sirvió como inspiración a Hergé para la creación del profesor Tornasol en los cómics de Tintín. Sea como fuere, su vida dio un giro al estrellato al ascender a la estratosfera junto a su mujer el 27 de mayo de 1931. Ambos ascendieron en una cápsula presurizada colgada de un globo de helio llegando a alcanzar los 15.971 metros de altura.
Más tarde se dedicó a estudiar los rayos cósmicos y los estratos ionizados de las capas altas de la atmósfera (tomó medidas para ayudar a probar las teorías de su amigo, un tal Albert Eisntein) y en 1937 comienza a construir el invento que bautizó como batiscafo. Se trataba de un pequeño sumergible diseñado para resistir grandes presiones. Piccard se había dado cuenta de que una pequeña variación de su concepto de globo estratosférico podría ser utilizado como un aparato de buceo en aguas profundas.
El batiscafo consistía en una cabina suspendida bajo un deposito lleno de gasolina (mucho más ligera que el agua y por lo tanto podía flotar) cuya propulsión la proporcionan unos motores alimentados por una batería eléctrica. De alguna forma estamos ante una especie de zepelín submarino, un invento tripulado por uno o dos operadores, quienes descendían usando bombas que reemplazaban pequeñas porciones de gasolina con agua de mar, lo que reducía la flotabilidad. Para ascender soltaban lastre preparado específicamente para ello. Por último, las pequeñas hélices eléctricas proporcionaban al aparato una navegación horizontal
Tras varios prototipos en 1947 comienza sus experiencias para el estudio de las grandes profundidades realizando inmersiones de prueba no tripuladas de hasta 3 mil metros. En 1950 vende el vehículo a la Armada francesa para comenzar la construcción de un diseño mejorado: el batiscafo Triestre. La esfera de presión del nuevo vehículo podía acomodar a dos pasajeros (eso sí, bastante apretados) e incluía tanques de oxígeno y depuradores de dióxido de carbono.
Su casco tenía 12 centímetros de espesor y una sola ventana de 5 centímetros de ancho hecha de un material transparente capaz de soportar las profundidades a las que estaba destinado semejante vehículo. Después de que la embarcación realizara una serie de inmersiones exitosas, la Armada de Estados Unidos se fija en el invento y compra el Triestre para enviarlo directamente a las Marianas como parte del llamado Project Nekton, una serie de inmersiones en los rincones más profundos y oscuros del océano para recopilar información sobre la penetración del sol, la visibilidad existente, la transmisión de sonidos y estudios geológicos marinos.
Así, el 23 de enero de 1960 dos hombres se suben a bordo del Triestre para intentar sumergirse hasta el mismísimo abismo Challenger en la fosa de las Marianas: se trataba del teniente de la Armada de Estados Unidos, Don Walsh, y el oceanógrafo Jacques Piccard, hijo del inventor del vehículo. Y es que a los 76 años, Auguste no pudo participar personalmente del viaje que estaba a punto de comenzar.
En cualquier caso se esperaba que los dos tripulantes fueran confinados en su esfera de presión accionada por una batería de más de 10 horas, incluyendo las casi cuatro horas estimadas para el descenso y posterior ascenso a la superficie. Dado que ningún aparato, ya sea tripulado o sin tripulación, se había enfrentado al reto del abismo Challenger, nadie estaba seguro de lo que se encontrarían allí. La mayoría de los científicos estaban razonablemente seguros de que se encontrarían microorganismos aunque también veían improbable que los vertebrados pudieran soportar un ambiente tan inhóspito.
Llegado el momento ambos hombres tomaron las bombas para llenar los tanques de lastre con agua y el Triestre comenzó a deslizarse bajo las olas, daba comienzo el largo descenso. Según cuentan los registros tardaron únicamente 16 minutos en entrar en la zona afótica, la zona oceánica en la que no es posible el desarrollo de procesos fotosintéticos, ya que menos del 1% de luz solar penetra en ellas. Dicho de otra forma, estaban en la profundidad donde no hay luz de la superficie.
Para Walsh y Piccard era adentrarse a lo desconocido. Desde la diminuta ventana habían pasado a quedar a expensas de la completa oscuridad, un escenario que solamente variaba con la breve aparición ocasional del parpadeo débil de organismos fosforescentes.
De vez en cuando, el Triestre se detenía cuando encontraba una capa térmica más profunda y fría. En ese momento había que bombear más gasolina desde la cámara de flotación para continuar el descenso. Ambos tripulantes informaban periódicamente de su progreso a través de un auricular basado en sonar, aunque la realidad es que había muy poco que decir aparte de las lecturas rápidas sobre los medidores de presión junto a las lecturas de la velocidad en la que caían los termómetros. Llegó un momento en el que el calor dentro de la esfera comenzó a disminuir constantemente.
Pero cuando Walsh y Piccard se alarmaron realmente fue cuando descubrieron que ya no eran capaces de accionar el sistema de comunicación después de repetidos intentos. En aquel momento ambos sintieron el miedo en el cuerpo, habían quedado aislados del mundo exterior, peor aún, eran posiblemente las dos personas más aisladas del planeta durante aquel instante.
Desde entonces, ambos convivieron en un lento, oscuro, frío y estrecho descenso donde sólo podían escuchar sus voces y ocasionalmente los roces del casco del Triestre. El resto era un silencio absoluto.
A las 4 horas del descenso, a varios miles de metros sobre el fondo del mar, sonó un sonido agudo a través de la esfera de presión y el vehículo se estremeció violentamente. Una vez que se estabilizó medianamente los hombres hicieron lo que pudieron para inspeccionar el estado del vehículo y lo que había ocurrido. Parecía que la presión del agua en aquella profundidad nunca antes encontrada había roto el panel exterior de la ventana de la cabina.
Podían vivir para contarlo, pero sin duda aquel daño era preocupante. Y es que el Triestre estaba equipado con unos pocos sistemas de seguridad: por ejemplo contaba con una especie de electroimanes que mantenían las puertas de lastre cerradas, de modo que en caso de fallo eléctrico las puertas se abrirían y dejarían caer el lastre, lo que permitiría que el vehículo subiera a la superficie. Ocurre que tales sistemas no servían de nada para ambos tripulantes si la presión era capaz de aplastar el delicado compartimento de los pasajeros.
Por otra parte, ningún vehículo había sido capaz de alcanzar tales profundidades, lo que significaba que si su tanque de flotación se ponía en peligro no había ninguna posibilidad de rescate. Con este panorama Walsh y Piccard se miraron y se dijeron: “¡Qué demonios! Si hemos llegado hasta aquí, debemos seguir”.
Unos 45 minutos más tarde el batiscafo Triestre hizo historia mientras su casco reposaba apacible en el suelo del abismo Challenger. El Triestre y su tripulación habían pasado exactamente 4 horas y 48 minutos hasta llegar a la zona. La instrumentación del batiscafo indicó una profundidad de 11.521 metros (luego revisada hasta los 11.034 metros) y una presión externa de 1.072 atm.
Entonces fue el momento en el que los científicos encendieron las luces exteriores para echar luz sobre un trozo de tierra que no había sido iluminado en millones de años. Casi al instante ambos acercaron la cabeza hacia la mirilla. A través de las turbulentas nubes de sedimento agitado por la llegada del nuevo extraño, la pareja pudo distinguir un pez liso que se movía extrañado por la llegada de semejante extraño a su mundo. También vieron algunos camarones y medusas nadando en las cercanías, observaciones que demostraron que el agua, incluso a tales profundidades, no estaba estancada y estacionaria, había suficiente corriente oceánica para aportar oxígeno a la vida compleja.
Y no, no hay fotografías de este momento histórico que sólo podemos imaginar en nuestra cabeza. Desgraciadamente la misión no estaba equipada con cámaras, por lo que esta epopeya de la exploración se registró sin fotografías para la posteridad.
Poco después llegaba una buena noticia. Walsh y Piccard podían volver a hacer uso de los equipos de comunicación. De manera inexplicable habían vuelto a la vida. Así fue como informaron de su llegada y de las primeras observaciones, y aunque sus voces tenían un desfase de varios segundos en cruzar los kilómetros de distancia, la información llegaba clara a la superficie.
Los pocos organismos que observaron aquel día no eran tan diferentes de los que se podían encontrar a varios kilómetros de distancia encima de ellos. Cuando había pasado cerca de media hora y recordando esa grieta que se había formado en el panel exterior de la ventana de la cabina, ambos deciden que es el momento de iniciar el ascenso. Comenzaron a soltar lastre y el vehículo comenzó a subir poco a poco.
Tres horas y 24 minutos más tarde, el Triestre llegaba a la superficie del Pacífico habiendo entrado en los libros de historia con un récord que nadie podría superar jamás: Walsh y Piccard habían estado en el perturbador abismo, en el punto más profundo del océano y habían vuelto con vida.
Más tarde ese mismo día el Departamento de Marina de Estados Unidos publicaba un comunicado de prensa alardeando de que “Estados Unidos posee ahora la capacidad para llevar a cabo la exploración tripulada de mar hasta la parte más profunda del planeta”. El Project Nekton había resultado un éxito sin precedentes y tanto Piccard como Walsh se convirtieron en héroes con las consiguientes condecoraciones.
Desde ese mismo momento comenzaron a surgir nuevos planes e investigaciones donde se buscaba traer muestras de agua, suelo y organismos desde las profundidades en la Fosa de las Marianas. Pero ocurrió algo que no suele darse en la historia de los grandes hitos. Tras unos días de reconocimiento por el logro, Estados Unidos frenó el entusiasmo. Habían gastado millones de dólares invertidos en una misión que no dio ningún resultado científico convincente (además de demostrar que la inmersión era posible). A ello se sumó que los medios y el gran público giró la cabeza hacia arriba. La carrera espacial truncó las investigaciones y exploraciones oceánicas.
Por su puesto, esto no fue para siempre. La humanidad no ha abandonado por completo la exploración de las profundidades. De hecho, en 1984 un navío oceanográfico japonés volvía a estudiar el fondo con un sonar calculando la profundidad en 10.923 metros. En 1995 una sonda robótica volvía a visitar el lejano espacio en las profundidades y en el año 2009 se repetía un nuevo descenso a través de la sonda Nereu.
No fue hasta marzo del 2012 cuando el hombre fue capaz de volver a aquellas tierras. El director de cine James Cameron descendía hasta el abismo Challenger convirtiéndose en la primera persona en descender en solitario hasta el punto más bajo de la Tierra. Lo hizo tras dos horas de descenso a bordo del sumergible Deepsea Challenger.
Con los datos que disponemos hoy se calcula que actualmente menos del 10% de los océanos de la Tierra han sido explorados por los humanos. Dicho de otra forma, las Marianas es tan sólo un pequeño paso de las aventuras que aún nos quedan por explorar de esa maravilla llamada océano.
Miguel Jorge
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