Por Fernando del Rio
Esta historia ya fue contada. Mil veces. Pero cada parte de esta historia es un minúsculo universo que se expande. Como un estructura fractal, esa figura geométrica, borgeana, que se encaja en otra y en otra y en otra. Y puede conjeturarse, por qué no, que la contiene una esfera, fatalmente una esfera, un cuerpo silencioso en su facultad de atraer toda expansión a ese punto de inicio al menos una vez.
El centro de ese fractal, el comienzo del cuento, se fija en la tarde del17 de agosto de 1945 en una playa de Mar del Plata. Por aquellos tiempos, la zona de Punta Mogotes aún conservaba su perfil silvestre, con playas despejadas para la vista desde las barrancas altas de la avenida Martínez de Hoz, con sus lagunas y sus pajonales movidos por el viento invernal. En la arena, la bahía de Mogotes era una invitación a caminarla, en una línea ininterrumpida hasta la escollera Sur. Alberto, que tenía 12 años, y su amigo tresarroyense, Alejandro, de 15, lo hacían desde el sur. Eran buenos amigos. Alberto había nacido en el seno de la familia Urrutia y su padre era el dueño del hotel Costa Azul, ubicado frente al mar próximo a Waikiki. Alejandro Malaccorto era hijo de Ernesto, quien fuera un reconocido economista con cargos en el gobierno nacional. “Salimos del hotel de mis padres y caminamos por la costa hacia el puerto. Al llegar a la altura del Hotel Carbó (hoy extremo norte del complejo de balnearios de Punta Mogotes) vimos en la playa algo amarillo. No sabíamos nada del submarino en ese momento”, recuerda Alberto Urrutia desde Miami, donde vive en la actualidad.
“Era un bote, amarillo -describe-, con el interior de corcho y una lona o tela impermeable. Estaba sanito. Miramos para todos lados y no vimos a nadie. Entonces intentamos llevárnoslo. Pero no teníamos manera de hacerlo. Decidimos regresar al día siguiente con sogas y con el auto de la familia de Alejandro. Volvimos a las 9 de la mañana y ya no estaba. Con el tiempo, al saber de los submarinos y las historias de posibles desembarcos de alguien de su tripulación, lo relacioné con ese bote. Y fue una anécdota que llevé toda la vida conmigo”.
El submarino del que habla Urrutia es uno de los Lobos Grises del nazismo: el U-977. Esa nave fue, junto al U-530, un mes antes, uno los dos submarinos alemanes que se entregaron en la base naval de Mar del Plata. Alrededor de ambos se construyeron las más variadas hipótesis sobre la carga que traían y el porqué de su rendición en un punto tan apartado del mayor conflicto bélico de la historia. La Segunda Guerra Mundial había acabado con la capitulación del Tercer Reich en Berlín en mayo y Adolf Hitler se había suicidado en su búnker.
(((El U-boat 977 amarrado tras la rendición en el muelle de submarinos de la Base Naval de Mar del Plata))).
Sin embargo, la idea de una muerte fingida para encubrir la simultánea fuga hacia un lugar remoto del planeta fue alimentada desde un inicio por episodios llamativos. La rendición de los submarinos en Argentina fue uno de los más poderosos y una vida reposada de Hitler en la Patagonia es parte del imaginario de muchos y del convencimiento de otros. La presencia en el país de grandes jerarcas nazis (Eichmann, Priebke, Mengele, Bormann, Kutschman, entre otros) en el país respaldó las sospechas.
Lo cierto es que Mar del Plata entró en la historia bélica por el extraordinario suceso de los submarinos alemanes y su Base Naval se transformó en el centro de atención internacional en aquel invierno de 1945. El primer submarino fue el U-530, al mando del Oberleutnant Otto Wermouth, el que desembarcó con su capacidad de navegación diezmada a causa de un autosabotaje.
El U-977, que tenía a Heinz Schäffer como su comandante, arribó desde el sur y los reportes posteriores señalan que un bote salvavidas se perdió en las costas de Noruega, cuando desembarcaron a los tripulantes que no quisieron viajar hacia estas coordenadas. Otro elemento para perforar la credibilidad del relato “oficial”. Ese trayecto de llegada, sospechoso por cierto por el rodeo innecesario, consolidó el recuerdo de Urrutia años después del bote hallado al sur del puerto local.
A Estados Unidos
Luego de la rendición y de ponerse en manos del gobierno de Estados Unidos, los dos submarinos fueron llevados hacia el país del norte. Previo a eso estuvieron en los astilleros Río Santiago para reacondicionarlos y entonces partieron hacia la base militar deMassachusetts, en Cape Cod. Con tripulación estadounidense, el U-977 hizo el trayecto desde Mar del Plata y arribó el 13 de noviembre de 1945. El reloj final del submarino nazi comenzó su cuenta regresiva, la que duraría exactamente un año. En ese tiempo, tras una estancia técnica en la Base Submarina en New London Connecticut, inició aquello que se denominó el Victory Tour por la costa este. Escoltado por el destructor USS Baker visitaron distintas ciudades, incluidas Nueva York y Washington DC, en una exhibición de poderío militar. El orgullo estadounidense explotaba manifestado en ese recorrido triunfal, como aquellos cazadores que desfilan frente a una tribuna con su presa encadenada. El público vibraba en cada puerto.
Pero el destino del U-977 ya se conocía de antemano. Se lo colocaría como blanco de un ejercicio de tiro y sería hundido frente a las costas de Boston. El 13 de noviembre de 1946, un año después de su arribo a Estados Unidos, el USS Atule le acertó con sus torpedos a vapor y lo hizo volar por el aire. Su casco, partido, se hundió a 40 millas al este de Cape Cod.
El U-530 corrió una suerte similar, en un área cercana, aunque un año más tarde. El 28 de noviembre de 1947 se perdió de vista el último resto de aquellos submarinos nazis rendidos en Mar del Plata.
Los bucles del tiempo
La historia, que se empeña en encontrar esos cruces temporales, esos retornos a puntos de partida convertidos en puntos de llegada, tendría un detalle más para contar. Es que el relato regresa con lentitud a las costas de Mar del Plata, a su Base Naval, a sus aguas, a las playas por las que caminaron Alberto y Alejandro, y regresa en la forma de un intrincado juego de conexiones.
El submarino USS Atule, que hundió al U-977 en 1946, prestó servicios hasta que en 1974 lo compró la Marina de Perú. Readaptado a las necesidades de la fuerza del país andino y de los nuevos tiempos, el Atule pasó a llamarse BAP Pacocha, una nave que quedará en la historia de la navegación militar mundial por lo que le sucedió en 1988.
(((El Pacocha en el momento de ser reflotado)).
El 26 de agosto de ese año el BAP Pacocha navegaba frente a las costas peruanas para retornar a puerto de Callao cuando fue colisionado por un pesquero japonés. Su hundimiento tomó solo 5 minutos y, salvo el comandante Daniel Nieva, que murió al intentar cerrar una escotilla, los demás 53 tripulantes quedaron atrapados con vida a 45 metros de profundidad.
La mitad de la tripulación salió en las horas siguientes por los conductos de los torpedos, en una maniobra que salvó la vida de 23 pero que se quedó con la de otros 8 peruanos. Los 22 restantes pasaron 48 horas sumergidos y cuando ya no tenían más margen para sobrevivir decidieron hacer el ascenso a pulmón. Todos lo lograron, aunque uno de ellos moriría en el bote de traslado. Un año más tarde el BAP Pacocha sería reflotado.
Casi tres décadas después, un submarino argentino replicaría la tragedia de un hundimiento pero con consecuencias drásticas. En 2017 el ARA San Juan se hundió en las frías aguas del mar Argentino y perdió a sus 44 tripulantes. Aunque cada uno en su rol, todos los sobrevivientes del BAP Pacocha fueron héroes, hubo uno que tomó el mando ante la muerte de Nieva. Fue el teniente primero Roger Cotrina: liberó a un marino atrapado por la escotilla cuando la nave se hundía y le permitió nadar a la superficie, logró cerrar esa exclusa de popa y coordinó el escape desde la sala de torpedos 48 horas después.
(((ARA San Juan en aquel amarre permanente))).
Cotrina, en los días en que aún había esperanzas de hallar a los marinos argentinos, dio mensajes de aliento a las familias. “Sepan que ellos van a luchar con todo para volver a casa”, dijo. Sus viejos camaradas del Pacocha se abrazaron a esa esperanza con la fuerza de la comunidad submarinista.
La historia es fractal, es la infinita estructura que parte de un punto único y se extiende con alarmante geometría hasta confines temporales y físicos. Como la matriz de uno de los copos de nieve que un jerarca nazi, fugitivo y oculto, vio caer en alguna colonia alemana de la Patagonia.
¿Quién podía haber imaginado todos esos finales para las tres naves? ¿Quién hubiera pensado la rendición de un submarino nazi en Mar del Plata?, ¿que un grupo de marinos peruanos tripularían el mismo submarino que, en su pasado estadounidense, hundiera a esa nave alemana?, ¿que esos mismos peruanos implorarían por sus camaradas argentinos hundidos en el submarino que tuvo su amarre permanente en el mismo muelle en el que amarró el submarino nazi?
Las huellas sobre la arena suelen desaparecer con el viento, con la marea. Como las que Alberto y Alejandro dejaron en agosto de 1945 examinando el sorprendente bote alemán. Pero las huellas en la historia ser preservan inalterables y señalan misteriosos caminos. De ida y vuelta.
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