Llevaba años soñando con descender hasta el fondo de la fosa de las Marianas, el punto más profundo del océano. Pero para hacerlo realidad, el explorador y cineasta James Cameron tuvo que diseñar y construir su propio vehículo, un sumergible futurista llamado DEEPSEA CHALLENGER. Tras siete años de investigación, diseño y pruebas, una pregunta seguía en el aire: ¿soportaría el sumergible la presión a 11.000 metros de profundidad? A punto de culminar la expedición, Cameron apostaba el todo por el todo.

05:15, 26 de Marzo, 2012. 11° 22’ N, 142° 35’ E: Oestesudoeste de Guam, Pacífico occidental 

Madrugada en un mar negro como el azabache. Mi sumergible, el Deepsea Challenger da bandazos y sacudidas a merced de las enormes olas del Pacífico. Llevamos en pie desde la medianoche; tras un par de horas de sueño intranquilo iniciamos nuestras comprobaciones previas a la inmersión. Por las venas del equipo corre adrenalina a raudales. En toda la expedición nunca me he sumergido en unas condiciones tan duras. A través de las cámaras externas puedo ver a dos buzos justo al lado de mi minúscula cabina, zarandeados como muñecos mientras intentan preparar el sumergible para el descenso.

 

La cabina de mando es una esfera de acero de 109 centímetros de diámetro

. Estoy comprimido en ella como una nuez en su cáscara, sentado pero con las rodillas casi a la altura del pecho, encorvado, con la cabeza gacha por la propia curvatura del casco. Voy a estar en esta postura las próximas ocho horas. Los pies, descalzos, están apoyados sobre la escotilla, 180 kilos de acero bloqueados desde el exterior. Estoy literalmente encerrado. La pregunta de rigor es si siento claustrofobia. Para mí el sumergible es acogedor y reconfortante. Ocupan mi campo visual cuatro monitores; en tres se ven las imágenes de las cámaras externas y el otro es una consola de instrumentación con pantalla táctil.

Elsumergible, pintado de verde eléctrico, está suspendido en posición vertical en medio del oleaje como un torpedo apuntando al centro de la Tierra. Inclino la cámara 3D, montada en el extremo de un brazo de 1,80 metros, para observar el rostro del sumergible. Los buzos se preparan para soltar el saco elevador que, a modo de boya, mantiene a flote la nave.

He pasado años imaginando este momento, y no negaré que en las últimas semanas he sentido miedo al pensar en todo lo que podría salir mal. Pero ahora mismo me siento sorprendentemente tranquilo. Estoy cobijado en el sumergible, soy parte de él y él es parte de mí, una prolongación de mis ideas y mis sueños. Como uno de sus diseñadores, conozco sus funciones y sus puntos débiles. Después de semanas de entrenamiento, mi mano acude al mando o al botón pertinente sin pensarlo. A estas alturas no hay aprensiones, solo la determinación de hacer lo que hemos venido a hacer, y la ilusión infantil por lo que nos espera.

Allá vamos. Respiro hondo y pulso el botón del micro. «OK, listo para iniciar el descenso. ¡Soltad, soltad, soltad!»

El buzo jefe tira de un cabo para desenganchar el saco elevador. El sumergible se hunde como una piedra, y en unos segundos los buzos se convierten en figurillas de juguete en la superficie batida por las olas. Menguan, se desvanecen y solo queda oscuridad. Las lecturas me indican que estoy descendiendo a unos 150 metros por minuto. Después de toda una vida soñando con esto, siete años desarrollando el sumergible, extenuantes meses de fabricación y el estrés y la emoción de viajar hasta aquí, por fin me dirijo al abismo Challenger, el punto más profundo de todos los océanos del planeta.

05:50, profundidad: 3.810 metros, velocidad: 1,8 metros/segundo

En solo 35 minutos supero la profundidad a la que yace el Titanic, pues desciendo cuatro veces más rápido que en los sumergibles Mir rusos que usamos en 1995 en la filmación del famoso pecio para la película. Entonces me pareció que el Titanic se hallaba a una profundidad inconcebible y que descender hasta él era una aventura tan asombrosa como viajar a la Luna. Ahora, al dejar atrás esa profundidad, hago un gesto desenfadado con la mano. Un cuarto de hora después rebaso los 4.760 metros, la profundidad del acorazado Bismarck. En 2002, cuando exploraba sus restos, la bombilla de un foco implosionó con la fuerza de una granada justo al lado del casco de nuestro Mir; fue la primera vez que vivía una implosión en aguas profundas. Si el casco del Deepsea Challenger no resiste, ni me enteraré. Será un fundido en negro. Pero esto no sucederá. Para algo invertimos tres años en diseñar, forjar y mecanizar esta esfera de acero.

La temperatura exterior ha bajado a 1,7 °C desde los 30 °C de la superficie. La cabina se está enfriando con rapidez y empiezan a cuajarse goterones de condensación. Se me están helando los pies, descalzos y presionados contra el acero de la escotilla. En un espacio tan reducido tardo varios minutos en ponerme unos calcetines de lana y unos escarpines impermeables. Me calo un gorro de punto para protegerme la cabeza del acero frío y húmedo que me la presiona, y… sí, para qué engañarnos, también para tener más aspecto de explorador. En la oscuridad exterior, el único indicio de movimiento son las partículas de plancton que parecen ascender a gran velocidad a través de la luz de los focos, como si condujese un coche en plena tormenta de nieve.

06:33, 7.070 metros, 1,4 metros/segundo

Acabo de dejar atrás la máxima profundidad operativa del Jiaolong, el sumergible tripulado chino de mayor alcance del mundo. Unos minutos antes he superado las profundidades máximas de los Mir rusos, del Nautile francés y del Shinkai 6500 japonés. Voy a descender a cotas jamás alcanzadas por ningún otro sumergible pilotado. Y a diferencia de todas esas naves, que fueron el resultado de programas financiados por sus gobiernos, nuestro minitorpedo verde se construyó por iniciativa privada, en un local comercial encajonado entre un mayorista de material de fontanería y una tienda de contrachapados de las afueras de Sidney, en Australia. Los miembros de nuestro equipo, la mayoría de los cuales nunca había trabajado antes en un sumergible, procedían de CanadáChinaEstados Unidos, Australia y Francia. Era un proyecto nacido de la pasión, para espíritus soñadores de todo el mundo, convencidos de poder hacer lo imposible. Hoy sabremos si teníamos razón.

06:46, 8.230 metros, 1,3 metros/segundo

Acabo de batir mi propia marca de inmersión en solitario, conseguida hace tres semanas en la fosa de Nueva Bretaña, frente a Papúa y Nueva Guinea. Parece mentira que todavía me queden 2.740 metros de bajada. Da la sensación de que el tiempo se dilata. He superado todos los hitos de mi lista de descenso, y durante esta larga y silenciosa caída a través del limbo no tengo más ocupación que pensar y constatar el incremento de las lecturas de profundidad. Lo único que oigo es el silbido ocasional del solenoide de oxígeno. Me miro los pies, todavía sobre la escotilla, y pienso en la fuerza colosal que la comprime. Si se abriera una vía en el sumergible, el agua entraría como un láser, seccionando de parte a parte todo lo que encontrara por delante, yo incluido.

07.43, 10.850 metros, 0,26 metros/segundo

Ha transcurrido una hora más y el sumergible ha decelerado en los últimos 2.740 metros. He soltado algo de lastre: rodamientos de acero que reducen la flotabilidad del sumergible y se desprenden con un electroimán. Soy prácticamente «neutro», ni pesado ni ligero, descendiendo muy despacio a pura propulsión. El altímetro indica que faltan 46 metros para tocar fondo. Las cámaras están grabando; las luces están orientadas directamente hacia abajo. Me aferro a los mandos de los propulsores, con todo mi cuerpo en tensión, escudriñando las pantallas en negro.

Treinta metros…Veintisiete…Veinticuatro…Ya debería estar viendo algo. Veintiuno… Dieciocho… Por fin distingo un resplandor espectral reflejado en el fondo, un fondo que se vislumbra liso como el papel, sin detalle, sin referencia de escala que permita evaluar la distancia. Freno levemente con los propulsores verticales. Al cabo de cinco segundos el levísimo flujo inducido topa con el lecho marino, y la nada que se abre a mis pies se ondula como un velo de seda.

Todavía no estoy seguro de que realmente se trate de una superficie sólida. Aparto un segundo la mano de los mandos de los propulsores para apuntar con el foco a través del paisaje. El agua tiene la transparencia de la ginebra. Alcanzo a ver hasta bien lejos: nada.El fondo es de una uniformidad absoluta, sin más rasgo distintivo que la ausencia de rasgos distintivos, de dimensión y de direcciones. En más de 80 descensos a grandes profundidades he visto muchos lechos marinos. Nada que ver con este. Nada.

07:46, 10.898,5 metros, 0 metros/segundo

Impulso suavemente el sumergible hacia abajo, salvando el trecho que falta hasta el fondo. En la cámara 3D veo cómo la base del vehículo se hunde unos 10 centímetros antes de detenerse. He tocado fondo. El descenso ha durado dos horas y media. Una nube del limo más fino que he visto nunca se eleva en sedosas volutas como el humo indolente de un cigarrillo y se queda en suspensión, casi inmóvil. Entonces, una voz procedente de 11 kilómetros por encima de mí: «Deepsea Challenger, aquí la superficie. Comprobación de comunicaciones». El sonido es bajo, pero se oye con inquietante claridad. Nuestros cálculos sugerían que a semejante profundidad la comunicación por voz sería imposible.

Echo un vistazo al profundímetro y pulso el botón del micrófono. «Superficie, aquí el Deepsea Challenger. Estoy en el fondo. Profundidad, 10.898,5 metros… Soporte vital correcto, todo parece en orden.» Ahora se me ocurre que debería haber preparado alguna frase memorable, al estilo de «Un pequeño paso para el hombre…». Al menos llevo un gorro a lo Cousteau.

Transcurren unos segundos interminables hasta que mi mensaje salva a la velocidad del sonido la distancia entre el fondo del mundo y la superficie y llega la respuesta. «Recibido.» El exmiembro de la Marina de Estados Unidos que está a cargo de las comunicaciones es aún más escueto que yo. Cosas del entrenamiento militar. Pero me los imagino a todos allí arriba en el bar­co, sonriendo y aplaudiendo. Sé que mi mujer, Suzy, estará pegada al monitor de telemetría, profundamente aliviada. Siento una oleada de orgullo por el equipo, por lo que ha logrado.

Diez mil ochocientos noventa y ocho y medio. Qué demonios, lo redondearé a 11.000 metros en las fiestas de cóctel. La siguiente voz que oigo me coge totalmente por sorpresa. «Buena suerte, cariño», dice Suzy, que ha estado a mi lado desde el principio de la expedición, disimulando sus temores y apoyándome al cien por cien.

Bueno, a trabajarHemos planeado una permanencia en el fondo de tan solo cinco horas y hay mucho por hacer. Viro el sumergible y, a tra­vés de las cámaras, escruto el mundo al que he llegado. El fondo es plano y uniforme en todas direcciones. Un limbo alienígena. Conecto el sis­tema hidráulico, abro la puerta externa que co­­munica con el módulo científico y a continuación pongo en marcha el brazo manipulador para obtener el primer testigo de sedimento. Si todo se va al garete en diez minutos, al menos regresaré con un puñado de barro para los científicos. Desde el principio pretendimos algo más que simplemente crear un sumergible capaz de batir el récord mundial de profundidad. Para mí era importante que fuese además una plataforma científica. Sería absurdo explorar el confín más ignoto de nuestro planeta y no poder registrar datos ni tomar muestras.

Con el testigo de sedimento íntegro y a bordo, dedico un instante a captar un primer plano del Rolex Deepsea para la firma suiza que ha colaborado con nosotros en la expedición. El reloj, ceñido al brazo manipulador, funciona a pesar de que soporta una presión de 1.147 kilos por centímetro cuadrado. En 1960, en el marco de un proyecto de la Marina estadounidense, el teniente de navío Don Walsh Jacques Piccard se sumergieron en el gigantesco batiscafo Trieste hasta la misma profundidad que yo ahora; somos los únicos tres seres humanos que lo hemos hecho. También ellos llevaban un Rolex especialmente fabricado para la ocasión, y también en su caso soportó la presión perfectamente.

Pero no todo funciona tan bien. Al poco de fotografiar el reloj, veo a través de la portilla có­­mo pasan flotando constelaciones de aceitosos glóbulos amarillos. El sistema hidráulico tiene una fuga. En cuestión de minutos pierdo toda la funcionalidad del brazo manipulador, y también de la puerta del módulo científico. Ya sin posibilidad de tomar muestras pero con las cá­­maras aún en funcionamiento, me dispongo a continuar la exploración.

09:10, 10.897 metros, 0,26 metros/segundo

A base de breves impulsos de los propulsores me desplazo en dirección norte sobre una llanura de sedimentos de colmatación, como los llaman los geólogos. La superficie es como la nieve re­­cién caída sobre un aparcamiento infinito. Sobre el lecho marino no he visto ni rastro de vida, tan solo algún que otro anfípodo flotando en el agua, diminuto como un copo de nieve. Pronto me debería de encontrar con la «pared» de la fosa (aunque gracias a nuestros mapas de sonar multihaz me consta que en realidad no es una pared, sino una ladera de pendiente más bien suave). Mi esperanza es encontrar afloramientos de roca que quizás alberguen seres vivos.

Hasta el momento todo cuanto he visto ha sido a través de las cámaras de alta definición. Recordando lo que me prometí a mí mismo antes de emprender el descenso, decido posar el sumergible. Me niego a bajar hasta el punto más profundo del océano y marcharme sin haberlo visto con mis propios ojos. Tardo varios minutos en apartar los equipos y colocarme, a base de contorsionismo, de tal forma que puedo mirar directamente por la ventana. Dedico unos minutos a asimilar la quietud de este extraño lugar, ajeno a cualquier experiencia humana. La mirada del hombre solo ha alcanzado estas profundidades en una ocasión. Pero Walsh y Piccard se sumergieron 37 kilómetros más al oeste, en otra zona del abismo Challenger hoy llamada abismo Vitiaz. Nadie había contemplado antes este lugar.

Los demás fondos marinos profundos que he visitado, incluso el de la fosa de Nueva Bretaña a 8.230 metros de profundidad, eran una malla de rastros de gusanos, pepinos de mar y otros animales. Aquí no hay rastro de vida, literalmente. La superficie está inmaculada, y lo ha estado desde quién sabe cuándo. Sé que no es totalmente estéril –casi seguro que descubriremos nuevas especies de microbios en la muestra de sedimento que he tomado antes–, pero tengo la profunda sensación de que me he internado más allá de los límites de la vida misma. Y con ella llega un sobrecogimiento, la sensación de que es un inmenso privilegio estar aquí, de ser testigo de un mundo primordial.

Algunos científicos de nuestro equipo creen que de hecho la vida pudo haberse originado en las tinieblas de estas profundidades hadales hace unos 4.000 millones de años, impulsada por la lenta pero constante energía química que se generaba a medida que una placa tectónica era arrastrada inexorablemente debajo de otra, liberando los fluidos atrapados. Esta llanura lleva aquí una eternidad, seamos o no testigos de su existencia. Me siento empequeñecido ante la inmensidad de lo que desconocemos, en estas profundidades y en la oscuridad del espacio. Soy consciente de que en la enorme tarea de explorar nuestro mundo tan solo he aportado la luz de una minúscula vela encendida apenas unos minutos.

10:25, 10.877 metros, 0,26 metros/segundo

Localizada la ladera norte, recorro sus crestas levemente onduladas. Me hallo aproximadamente a 1,5 kilómetros al norte del punto donde he tocado tierra tras el descenso. Por ahora no me he topado con afloramientos rocosos. En mi desplazamiento sobre el fondo plano de la fosa he encontrado y fotografiado dos posibles indicios de vida: una masa gelatinosa más pe­­queña que el puño de un niño posada en el fondo, y una cicatriz oscura de 1,50 metros de largo que podría ser la morada de algún tipo de gusano subterráneo. Ahora toca a los científicos de­­vanarse los sesos para identificarlas. Dos de las baterías se acercan peligrosamente al agotamiento, la brújula me da errores y el sonar ha pasado a mejor vida. Por si todo eso fuera poco, dos de los tres propulsores de estribor ya no funcionan, por lo que el sumergible avanza muy despacio y es difícil de controlar. La presión extrema se está haciendo notar. Sigo avanzando. Sé que el tiempo se agota pero confío en poder llegar al tipo de escarpes que vi en la fosa de Nueva Bretaña, los cuales albergaban una comunidad zoológica radicalmente distinta a la del fondo.

De pronto noto que el sumergible guiña a la derecha, y compruebo la pantalla de estado de los propulsores. Ha fallado el último propulsor de estribor que resistía. Ahora solo puedo moverme en círculos. En vista de que no puedo tomar muestras ni explorar más allá de donde estoy, no hay ninguna razón productiva para demorar la estancia. Llevo en el fondo menos de tres horas, muy lejos de las cinco que había planeado. De mala gana comunico con la superficie y aviso al equipo de que me dispongo a ascender.

10.30, 10.877 metros, Aceleración a 3 metros/segundo

El momento de darle al botón que soltará el lastre de ascenso siempre es de puro suspense. Si el lastre no se desprende, no lo cuentas. Punto.

Clic. Oigo el familiar ssss-pum con el que las dos pesas de 243 kilos cada una abandonan sus guías y caen a plomo hacia el lecho marino. El sumergible da una sacudida, y el fondo comienza a sumirse vertiginosamente en su oscuridad eterna. Conforme gano velocidad, el sedimento que había quedado adherido en el módulo científico se desprende. Estoy subiendo a más de seis nudos, la máxima velocidad que ha alcanzado el sumergible, y estaré en la superficie en menos de una hora y media. Una oleada de alivio me inunda a medida que las lecturas de profundidad descienden progresivamente. Vuelvo al mundo del sol y el aire, vuelvo al dulce beso de Suzy.