Publicado por Álvaro Corazón Rural
Siempre se nos ha recordado como un ejemplo de necedad magistral la famosa frase de Unamuno de «que inventen ellos». España se incorporó tarde a la revolución industrial, a la fase expansiva del capitalismo y ahora ya veremos con la digitalización, la inteligencia artificial y los artilugios virtuales. Siempre hemos estado por detrás y, como consuelo, se hablaba de la fregona, por error, porque ya estaba presente en los barcos ingleses en el siglo XV, o, en su defecto, del submarino, que es muy curioso porque tampoco lo inventamos nosotros: lo que hizo Isaac Peral fue el primer submarino propulsado. La idea era más vieja que la tos, pero lo relevante no es eso; al final todos los desarrollos tecnológicos suelen ser una obra colectiva, aunque haya inventores con firmitis. Lo importante, en nuestro caso, es que en España se hizo todo lo posible para que no se inventara el submarino. El Peral y los que hubo antes. Es un fenómeno simpático, porque una cosa es no inventar, y otra impedirlo.
En la obra Isaac Peral: historia de una frustración de Agustín Ramón Rodríguez González hay un extraordinario repaso de la mala fortuna que tuvieron quienes se atrevieron a introducirse en ese campo de la navegación. La idea, como se ha dicho, venía de lejos. Desde el siglo XV hubo intentos de sumergirse en los ríos y en los océanos. En el siglo XIX, la idea cobró especial relevancia, entre otros motivos porque la única forma de hacerle frente a la temida flota británica, que prácticamente dominaba el mundo, era inventándose algo nuevo. Hubo un prototipo alemán en Kiel y otro ruso en Crimea —ambos se hundieron— y, en el caso francés, el modelo del capitán Burgeois, de 450 toneladas, tuvo cinco accidentes en dos meses. Con tanta calamidad, rápidamente los gobiernos perdían el interés.
En el caso español, el primer submarino lo diseñó un riojano, Cosme García Sáez. Descendiente de carpinteros, había inventado una máquina para poner sellos, que el Gobierno le compró, y tuvo que viajar por todo el país para explicar a los funcionarios su mecanismo. Cuando en 1857 pasó por Barcelona, en contacto con el mar tuvo la idea de construir un submarino. Lo fabricó en los talleres de la Maquinista Terrestre y Marítima. Medía tres metros de largo y se probó en Montjuïc. Un año más tarde, perfeccionó el prototipo y se lo llevó a probar a Alicante ante un público expectante. Era el 4 de agosto de 1860 y la prueba fue un éxito. El submarino logró permanecer en inmersión tres cuartos de hora.
Cosme García se entrevistó con la reina Isabel II para pedirle su apoyo al proyecto de fabricar más submarinos, pero la monarca le contestó que, tras los gastos de nuestra psicodélica guerra de África, era inviable. El inventor acudió entonces a Francia, donde patentó su idea. Napoleón III se interesó inmediatamente por ella y le hizo varias ofertas, pero no las aceptó por patriotismo, se ha dicho, aunque lo más seguro es que las negociaciones fracasasen también porque Francia estaba trabajando en el Plongeur, el de los cinco accidentes. Esa decisión fue la ruina de Cosme, porque se gastó todo cuanto tenía en los viajes y patentes. Por eso, cuando le llegó un requerimiento de las autoridades portuarias de Alicante diciendo que su submarino, allí amarrado, estaba estorbando a los demás barcos cuando atracaban y que tenía que pagar como los demás, uno de sus hijos tomó la decisión de hundirlo. El inventor falleció en la miseria en 1874.
Después llegó Narcís Monturiol. Natural de Figueres (Girona), era hijo de un industrial tonelero. En su juventud, militó en el Partido Republicano, se interesó por los socialismos utópicos y, en una imprenta que puso en Barcelona, difundió panfletos y revistas feministas, pacifistas y comunistas. La primera publicación comunista española, La Fraternidad, la editó él. Tras las revoluciones de 1848, fue perseguido y tuvo que exiliarse en Francia. Intentó poner en marcha otra revista cuando pudo regresar gracias a una amnistía, pero el Gobierno no lo permitió. Tuvo que refugiarse en Cadaqués y dedicarse a oficios más prosaicos. Sin embargo, ahí se fijó en cómo trabajaban los recolectores de coral y eso le hizo reflexionar sobre la navegación submarina. Lo movían aspiraciones filantrópicas: quería hacerles la vida más fácil a los trabajadores.
En 1857 creó una sociedad con dieciocho accionistas para iniciar la construcción del primer prototipo de su idea. Se llamaba Ictíneo, y sus líneas estaban inspiradas en los peces, de ahí su nombre, «barco-pez», en griego. Su casco era de madera, apunta Agustín Rodríguez, quizá por el escaso desarrollo de la industria siderúrgica en la España de aquel momento, aunque el de Cosme García sí era de hierro. El 28 de junio de 1859, se botó en la Barceloneta y, aunque se rompió por varias partes, logró despertar el interés de las gentes. Después de nuevos trabajos, otra vez en Alicante, el 7 de mayo de 1861, se hizo una prueba oficial del Ictíneo ante los ministros de Marina y Fomento y una comisión de diputados y senadores. Señala el autor que, posiblemente, Monturiol, pudo hacer valer sus contactos tras su paso por la política y el periodismo, algo de lo que carecía Cosme García. La prueba, además, salió bien.
Estaba todo listo, por Real Orden del 12 de julio, para que el inventor dispusiera de recursos para fabricar un segundo modelo del Ictíneo, pero para uso militar. No obstante, a la hora de ultimar los flecos con los ministros, no se pusieron de acuerdo. Hubo una negativa y el proyecto nunca pasó de los planos preliminares.
Monturiol no se desanimó y creó otra sociedad para sacar adelante por su cuenta ese segundo prototipo. Este modelo, según se explica en el libro, era superior. Contaba con un sistema de renovación de aire y el sistema de inmersión era muy sofisticado; el mecanismo para regular la profundidad se llamaba «vejiga natatoria», inspirada en el mismo órgano de los peces. Cuando se probó, esta vez hubo mucho menos público y, para empeorar las cosas, el Ictíneo II no alcanzó ni dos nudos y medio de velocidad, con lo que quedaría a merced de las corrientes.
En un nuevo intento, su yerno, el ingeniero José Pascual y Deop, ideó un combustible que no producía humo y no consumía oxígeno, sino que lo generaba. Era una mezcla de clorato de potasa, zinc y dióxido de manganeso que actuaba como catalizador. Este modelo se probó el 22 de octubre de 1867 y no fue mal, aunque generaba demasiado calor y aumentaba la temperatura interior cinco grados por hora.
Se proyectó que llevase un cañón de obús para que pudiera usarlo el ejército. Cuando se probó desde la torreta, el retroceso rompía los tornillos y dañaba la estructura. Entonces el inventor pensó en colocarle torpedos y cohetes explosivos, pero para eso hacía falta invertir, y los accionistas ya no confiaban en la idea y no quisieron aportar más fondos. Mientras tanto, a través de su embajador en Madrid y su cónsul en Cádiz, los rusos intentaban hacerse con los planos, pero, tras la guerra de Secesión, Monturiol a quien se lo quiso vender fue a Estados Unidos, que al final rechazó la idea. Cuando la sociedad quebró, el submarino Ictíneo se envió al desguace para pagar a los acreedores y cubrir pérdidas. Después de desmontarlo, los restos mecánicos que se pudieron aprovechar acabaron en un molino de harina. El inventor murió olvidado y arruinado en Sant Martí de Provençals en 1885, donde unos socialistas catalanes seguidores del protomarxista Étienne Cabet habían fundado una comunidad icariana.
Fue el turno entonces del famoso Isaac Peral, que, al igual que sus predecesores, fue meterse en la idea del submarino y empezar a chocar con el Gobierno, a ser víctima de conspiraciones y difamaciones y acabar hasta el gorro de todo y decidir que lo mejor sería dejarlo para siempre. En nuestra no menos brillante época actual, cuando se habla del submarino español a menudo se produce una disputa sobre si su padre es Monturiol o Peral. Evidentemente, la discordia se ve aumentada porque uno era catalán, lo que enciende los ánimos y fomenta los puntos de vista acríticos e irreflexivos. Así somos todos. En los años ochenta, hubo un intercambio de cartas en El País sobre este asunto a raíz de una denuncia de uno de los descendientes de Peral. Javier Sanmateo Isaac-Peral señaló que en el historiador naval Carl H. Hilton publicó en la revista oficial de la Marina estadounidense que el Peral «fue el prototipo de todos los submarinos en ambas guerras mundiales hasta la época del esnórquel y el radar». En respuesta, Josep M. Cadena adujo que el propio Peral, en una carta dirigida al Club de Regatas de Barcelona, recogida por el historiador Jaume Passarell, escribió: «No puedo menos de recordar, y recordar con sumo gusto, que catalán era el hombre que dio uno de los pasos más gigantes en la resolución del problema de la navegación submarina. Por lo que fue el Ictíneo del ilustre Monturiol, es fácil deducir lo que hoy pudo ser». El señor Cadena concluía: «El autor exalta la nobleza de ideas de Peral, que su presumible descendiente no parece compartir».
Lo cierto es que ambos habrían estado encantados de hablar no solo de sus prototipos, sino de las trabas que les pusieron. A Peral sobre todo le arruinaron la vida. Cartagenero y teniente de navío, tuvo dos hermanos que también se alistaron en la Armada y entraron en combate. En su caso, en la guerra de los Diez Años en Cuba y en la Tercera Guerra Carlista, aunque, como se le dieron bien las matemáticas y las ciencias, sus compañeros lo apodaban «el profundo Isaac», y llegó a ser catedrático de Física y Matemática de la Escuela de Ampliación de Estudios de la Armada.
En 1885, cuando muere Monturiol, las islas Carolinas del Pacífico, españolas entonces, fueron amenazadas por Alemania. Aunque el incidente se resolvió diplomáticamente, en su momento Peral pensó en un «aparato de las profundidades» para defenderlas. Su idea luego evolucionó hasta el proyecto de submarino que llevaba su nombre, con el que pretendía que se defendieran todas las costas nacionales. Según sus cálculos, con 52 submarinos se podría defender mejor la península y Baleares que con acorazados.
Su problema es que, en esa época, tras varios intentos fallidos, se había logrado por fin aprobar un plan de construcción de la escuadra y el presupuesto era importante. Algunos sectores no querían que se dilapidase el dinero en buques inservibles, como ya había ocurrido en otra ocasión —sonada fue la compra de Fernando VII a Rusia de naves defectuosas— y, en ese momento, el submarino no pasaba de ocurrencia. Otros enemigos tenían intereses directos en que su proyecto no fuese sufragado, ya que eran defensores de la figura del acorazado, mientras que otros, que trabajaban en minas submarinas de su invención, sostenían que esa arma era la defensa más barata.
Peral, sin embargo, gozó del favor del ministro de Marina, Rafael Rodríguez Arias, y ese fue su problema, porque así se ganó la animadversión de los oficiales más pragmáticos. Sin embargo, fuera sí cuajó. La idea llegó a despertar el interés de un industrial británico, que quiso asociarse con él para construir el submarino. Según escribió en su día el periodista Pedro de Novo y Colson, Peral contestó: «Usted me honra infinitamente, pero no puedo aceptar porque el invento no es mío. Yo lo he dado a mi patria». Al final, con la nueva ley para reconstruir la escuadra, el primer buque que se encargó fue un submarino. Esto hizo que muchos se llevaran las manos a la cabeza.
Cuando Peral se puso a fabricarlo, sufrió un control exhaustivo de todo cuanto hacía y del dinero que empleaba. Llegó a tener problemas hasta por el gasto de velas, que se debía a que sus obreros hacían horas extras hasta las once de la noche. La primera vez que fue a botar el prototipo, hubo un sabotaje y le rompieron las hélices. Aparecieron artículos en prensa quejándose de que se invirtiera en delirios, e incluso libros críticos. Cánovas dijo de él: «¡Vaya! ¡Un Quijote que ha perdido el seso leyendo la novela de Julio Verne!». El diario La Época, del partido conservador, lo acusó de proclamarse «un semidiós» y criticaba la euforia del Gobierno con un proyecto que no se había llevado aún a término: «Los españoles han hecho en lo tocante al submarino más aún que el labriego de la fábula: antes de que el volátil ponga, han cacareado a la faz del mundo que son los dueños de la gallina de los huevos de oro». En favor de estos críticos hay que decir que aún no había submarino en el agua y ya se habían fabricado miles de suvenires de todo tipo por todo el país como si ya estuviese funcionando y los españoles fuésemos los mejores inventores del mundo.
Para más inri, a Peral se lo acusaba de republicano y miembro de la masonería. La sociedad se dividió entre peralistas y peralófobos. Durante la fabricación del prototipo, se ausentó para acudir a la Exposición Internacional de París. A su regreso, por esta causa, fue arrestado. Se pasó dos meses preso y en la prensa se difundió que el viaje había sido en realidad para reunirse con conspiradores republicanos. En estas polémicas, surgió una frase para enmarcar: «Si el submarino fuera cosa importante, ya lo habrían inventado los ingleses».
Tuvo que ser por el apoyo expreso de la regente María Cristina que se culminara el proyecto. El submarino fue botado en 1888 y funcionó. El éxito fue una locura todavía mayor después de la tercera prueba de navegación sumergida. La regente le envió a Peral un sable de honor que había pertenecido a su difunto marido, Alfonso XII. En el gobierno, Sagasta planteó concederle a Peral un título nobiliario. El marqués del Pazo de la Merced recordó en el Senado que el inventor tenía solo cincuenta duros de paga al mes, que no le daban ni para contestar a los telegramas de felicitación por su ingenio. Hasta los reclusos de la cárcel de El Dueso le enviaron un cuadro que decía: «Loor y gloria nacional al ilustre marino español D. Isaac Peral». Un fascinante ripio de exaltación patriótica.
Sin embargo, pasada la euforia, para seguir trabajando la idea, la junta que supervisaba las pruebas le solicitó prestaciones superiores al submarino que no se alcanzaron ni siquiera diez años después. Navegar cinco o seis horas bajo el agua, como se precisaba, era el doble de lo que pudo conseguir un Holland una década más tarde. Duplicar la velocidad, como también le pidieron, suponía que hubiese sido más veloz que un U-9 alemán de 1916, que llegó a hundir tres cruceros acorazados.
A estas pegas tan ambiciosas hubo que añadir lo peor que podía pasar en aquella España para un proyecto a largo plazo y, posiblemente, también en la actual. Hubo un cambio de gobierno. A las nuevas autoridades conservadoras no les convencía nada el submarino. No se sabe exactamente qué «oscuros intereses», dice el autor, llevaron a desechar el invento, pero esta vez, con la campaña de desprestigio contra él que se montó en la prensa, decidió abandonar la Marina.
En cuanto el ministro entrante, José María Beránger, tuvo el mando, envió una circular a todos los departamentos exigiendo la adhesión entusiasta por escrito a los generales, jefes y oficiales. En el espacio reservado a la oficina responsable del desarrollo del submarino, no firmó nadie. Para acabar de empeorarlo todo, este ministro se planteó otro proyecto: construir el mayor buque de guerra botado hasta entonces en España, el Carlos V, de 9200 toneladas. Este plan megalómano acabó con la adquisición de torpederos de vapor que ya estaba prevista. Si esta arma, que estaba exitosamente probada, fue rechazada, el submarino no tenía ninguna posibilidad.
Un informe, basado en los datos que había aportado honestamente Peral sobre el submarino, se cebaba en los errores que había mostrado el submarino en su botadura y lo culpaba a él de haberlos cometido. Aún así, todavía estaba sobre la mesa seguir desarrollando el exitoso prototipo, al menos, pero el inventor ya no podía más. A tan severas exigencias de la junta y la forma displicente, incluso animosa, de dirigirse a él de las autoridades, contestó poniendo condiciones para continuar. La respuesta fue contundente: «El Consejo condena esta arrogancia, ajena siempre al verdadero mérito del hombre científico, que generalmente es modesto y enemigo de exhibirse, y, sobre todo, completamente impropia del militar». Se dio carpetazo al desarrollo del submarino y, de paso, se acusó a Peral de ser él quien se negaba a continuar trabajando en el proyecto. En consecuencia, presentó su dimisión y abandonó la Armada.
En uno de sus últimos libros, La tragedia del submarino Peral (1935), el periodista Dionisio Pérez Gutiérrez remató así el final de esta historia:
Y cuando Peral renunció a su carrera, y cuando vio que al submarino se lo arrinconó en la Carraca y se lo destripó, sacando toda la maquinaria —salvo el aparato de profundidades, que un amigo había destruido a martillazos—, en una búsqueda loca del secreto, que, naturalmente, no fue encontrado, como no se encontró en los proyectos presentados por Peral y que se tuvo el impúdico arresto de llevar a la Gaceta, para que no pudiera venderlos en el extranjero.
Peral murió en Berlín, en 1895, tratándose un cáncer de piel. En 1898, la escuadra española fue arrasada por Estados Unidos y se perdieron Cuba y Filipinas. Hasta 1915, el Ejército español no encargó submarinos. El primero que recibió la Armada fue construido en Quincy (Massachusetts). Llegó en 1916. Se le puso de nombre Isaac Peral.
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