Lo de aquel día fue un infierno digno de la película «U-571»; aunque acaecido en aguas españolas, y no en lo más profundo del Océano Atlántico. Después de un fiero combate en superficie (para algunos, cuasi suicida) contra una decena de navíos franquistas, el sumergible C-5 fue herido por una carga de profundidad y cayó a plomo sobre el lecho marino. Como en Hollywood, los sistemas fallaron y solo había oxígeno para unas pocas horas; y, también como en la factoría estadounidense, algunos de los marineros tuvieron que ser detenidos cuando desenfundaron sus pistolas de reglamento dispuestos a volarse la cabeza para evitar el drama que suponía ahogarse. No había salida. O eso parecía.
Pero ese 3 de septiembre de 1936, ni dos meses después de que las tropas de Francisco Franco y compañía se sublevaran contra la Segunda República, sucedió algo también típico de las películas. Y si dudan, no tienen más que disfrutar de las míticas «Das Boot» (tanto el largometraje como la serie), la vetusta «Duelo en el Atlántico» o la más moderna «La caza del Octubre Rojo». El comandante de la nave, el capitán de corbeta Lara, tranquilizó a la tripulación, organizó las labores de achique y reparación de los sistemas dañados y, por último, ordenó que nadie hablara o se moviera más de lo debido para no agotar el oxígeno del malogrado C-5.
El C-5 sigue leal
La historia de este episodio se remonta al 17 julio de 1936, día de la sublevación africanista contra el gobierno de la Segunda República. En aquellos tiempos el submarino C-5, de los más modernos con los que contaba el gobierno, se hallaba en Cartagena de reparaciones. Y fue precisamente en esta base donde la tripulación se enteró del golpe de estado. El 18 se desató el caos. Llegaron noticias de uno y otro lado sobre el apoyo de los oficiales de más rango al levantamiento, aunque también otras tantas en las que se confirmaba que los marineros se habían negado a seguir órdenes y habían arrestado a sus superiores.
El C-5 no fue una excepción y fue detenido el comandante de la nave, el capitán de corbeta Antonio Amusátegui Rodríguez. Horas después entraron en la base cientos de sindicalistas y milicianos armados que arrestaron sin juicio a cuántos marineros quisieron y reclutaron a discreción voluntarios para combatir en el frente de Albacete. El caos campaba por los diques. «La confusión que reinaba en aquellos principios para encontrar mandos, después de los que habían asesinado o encarcelado, es imaginable, no se sabía de un día para otro qué submarino disponía de comandante y cuáles no, lo que dio lugar a que se dieran órdenes de embarque que nunca se cumplimentaron y otras que se duplicaron en corto plazo», añade el marinero en sus memorias.
Las semanas siguientes no fueron mejores. El gobierno de la República necesitaba a todos sus submarinos en el mar para acabar con los buques de transporte que llevaban tropas sublevadas y suministros hasta la Península. Pero, a pesar de las prisas, el C-5 no contaba con un capitán y todavía debía ultimar sus reparaciones. No fue hasta el 22 de agosto, con las revisiones aprobadas, cuando la nave se hizo a la mar a los mandos provisionales del contramaestre Jacinto Núñez. El 23 arribaron a Málaga, donde, a pesar de las reticencias del comité político a bordo del sumergible (encargado de supervisar a los posibles alzados encubiertos), se puso a la cabeza al capitán de corbeta José María de Lara y Dorda. Su nombramiento causó una gran controversia, como confirma Cayuelas:
«Al final el comité impuso sus condiciones, pues el comandante Lara no tuvo acceso de primera mano a ninguna de las órdenes que se recibían a bordo, incluso no tuvo el control en el periscopio cuando se suponía que existía un enemigo a la vista. Sabíamos de la falta de celo de los comandantes para atacar a los buques nacionalistas, pero no se podía prescindir de ellos, de lo contrario hubiésemos tenido que amarrar los submarinos en puerto, eso debían saberlo los altos mandos republicanos, pero tampoco se hizo nada para atraerlos. En mi opinión, Lara fue un comandante inteligente y pienso que los demás hicieron lo mismo: aguantar el temporal».
Combate de locura
Pero vayamos al meollo de la cuestión. Un par de incidentes después, en la madrugada del 3 de septiembre de 1936, el C-5 emergió al norte de Luarca, en el Golfo de Vizcaya. Lo hizo por necesidad, más que por tomar el fresco, pues urgía cargar las baterías que permitían al sumergible acechar, cual francotirador del mar, a sus enemigos bajo las aguas. Los hombres estaban abatidos después de haber fallado en su ataque contra el crucero «Almirante Cervera». A pesar de ello el panorama se planteaba apacible y calmado. En el puente se hallaban el comandante y dos marineros más; de guardia todos y pidiendo entre lenguas a lo más alto no toparse con enemigo alguno antes de recabar energía.
No tuvieron fortuna. A eso de las tres de la madrugada, el serviola avistó al enemigo cuando los vigías iban a dar cuenta de una taza de café caliente. «Mi comandante, tenemos dos bous por la proa, a la banda de babor». Se refería a buques civiles (los más habituales eran pesqueros) artillados para proteger mercantes. Al instante se informó al presidente del comité político del navío, un tal Porto, al mando de facto para evitar la supuesta traición de Lara. Pintaban bastos en realidad, pues no se podían utilizar torpedos contra esos buques por su escaso calado y era imposible la inmersión. Solo cabía preparar el cañón de cubierta de 76 mm y rezar lo que valiera para que no se percatasen de la presencia del C-5.
Eso pensaba Lara, pero Porto tenía otra idea: la de impartir justicia a base de balas. Sin mediar palabra, se arrogó el derecho de tocar a zafarrancho y ordenó a los marineros prepararse para combatir en superficie, donde suponían un blanco fácil. Así recuerda el momento Cayuelas:
«El presidente Porto actuaba como comandante, mientras que este último permanecía en el puente sin decir palabra. Estaba a mi lado y yo no perdía detalle de sus gestos. Leí en su cara que aquella maniobra le parecía una locura: frente a los bous armados solo podíamos utilizar el cañón […]. Puesto que ellos no nos habían visto aún, lo más lógico hubiera sido sumergirnos y cambiar de zona para seguir cargando acumuladores. Pero el presidente no se había sacudido por completo la furia contenida de aquella noche, y se sentía combativo. Estoy convencido, por el contrario, de que el comandante Lara jamás se habría enfrentado con los bous armados de haberlo podido evitar».
El C-5 abrió fuego; primero con el cañón y luego con una ametralladora de menor calibre. Pero la niebla provocó que ninguno diera en el blanco. En ese punto se esfumó la ventaja y llegó la venganza de los navíos franquistas. Estos respondieron a los disparos y, apoyándose en la falta de visibilidad, se lanzaron de bruces contra el sumergible para acorralarle. Para colmo de males (en efecto, la situación siempre puede empeorar) el cañón de 76 mm se encasquilló y se unieron a la persecución de los republicanos otros tantos bajeles. En total, como especificaba el informe del bando Nacional, seis «bous», el destructor «Velasco» y el hidroavión S-19, encargado de soltarles plomo desde los cielos.
El combate, ahora persecución, se extendió durante diez horas, hasta la una y media de la tarde. Durante ese extenso lapso de tiempo Porto se derrumbó y, a sabiendas de que era comerse el orgullo o una bala franquista, le ofreció el mando de vuelta. «Lo más triste en estos casos –si lo puedes contar– son los errores que se cometen por el mal entendimiento entre el poder político y el militar. Al final ocurre que el comité político, profano en el oficio, se ve obligado a recurrir al comandante y suplicar que se haga cargo de la situación. Esta odisea representó una humillación para el presidente del comité, el Sr. Porto, que casi nos cuesta la vida y la pérdida de un submarino», completó el marino en sus memorias.
Amarga agonía
Pasó lo que se esperaba: Lara ordenó inmersión a pesar de no tener las baterías cargadas. «El submarino entró en un picado profundo como no lo habíamos conocido nunca. Bajo nuestros pies, el suelo tomó una inclinación escalofriante, de modo que cada uno se agarró lo mejor que pudo para no caer. Alcanzamos los cincuenta metros de profundidad en pocos segundos», explica Cayuelas. El comandante ordenó silencio para intentar escapar del enemigo. Incluso Porto, recogido en su camastro con las manos tapándose el rostro, enmudeció. Pero era tarde para escapar al destino y las cargas de profundidad del «Velasco» impactaron de lleno en el C-5.
«La primera no explosionó muy cerca de nosotros, pero hizo temblar violentamente todo el buque. Perdimos alguna estabilidad y el comandante ordenó aligerar los lastres. Aquello no era lo más recomendable en tales circunstancias, pero se imponía corregir el descenso. Medio minuto después explotaba la segunda carga y la orden inmediata fue soplar los lastres con más contundencia. En eso estábamos cuando llegó la tercera sacudida con la potencia brutal de un terremoto. Hombres y objetos rodamos por el suelo en medio de una gran confusión en la mayor oscuridad. La carga nos había dejado sin fluido eléctrico, así que carecíamos de luz y de propulsión. Notamos que el buque empezaba a caer lentamente. Aquella vez, todos pensamos que había llegado el final. En concreto, yo me resigné a morir. Solo aspiraba a que no me doliese demasiado».
En mitad de aquella locura, la única obsesión de Lara era que la caída se detuviera antes de los 80 metros, la profundidad límite de los submarinos de la clase C para no estallar cual huevo al ser apretado por un puño firme. Miró el manómetro, y este le confirmó que seguían bajando y bajando. Poco antes de que la aguja se detuviera estalló la cúpula de cristal del aparato debido a la presión. Un golpe seco contra el fondo les desveló lo que esperaban. «¡Hemos tocado fondo a 85 metros de profundidad!», gritó el comandante. Fue cuando todos esperaban la muerte. Unos segundos de respiración después, el mandamás reaccionó y puso a todos a trabajar.
«A la luz de las linternas y con paso torpe por lo escorado del buque, cada uno se movió en su destino cumpliendo órdenes. Una vez que se restableció el alumbrado, pudieron apreciarse las averías que el impacto con el fondo había producido en los compresores. No funcionaban las bombas de nivelación ni las de achique. En la cámara de acumuladores n.° 2, cuyos elementos se encontraban sobre los lastres principales 3 y 4, se habían inundado las cuñas. Cabía la posibilidad de que el golpe contra el fondo hubiera abierto una vía de agua. Era necesario y urgente averiguar si el agua de las cuñas se debía a ello o si era consecuencia de la inclinación en la que nos encontrábamos. Pero lo más urgente de todo era, por el momento, evitar la entrada de agua salada en las baterías, con la consiguiente formación de cloro».
Lara no titubeó: aquellos con órdenes podían andar por el submarino a sus anchas, el resto, los que no tuvieran nada que hacer, debían acostarse en los camastros para no gastar más oxígeno del debido. Cualquier comunicación debía hacerse, además, por señas o por escrito. Se formaron dos equipos. El primero, encargado de achicar agua de las cuñas (necesarias para emerger) y transportarla, en cubos y mediante una cadena humana, hasta la proa. El segundo, formado por los técnicos, con órdenes de devolver a la vida los motores y el sistema eléctrico. Todo ello, mientras las hélices enemigas resonaban desde la superficie y muchos hombres padecían ataques depresivos por saber que podían morir ahogados.
«Conforme pasaban las horas iba el trabajo haciéndose más difícil. La escasez de oxígeno acentuaba el cansancio y ralentizaba nuestros movimientos; […] recuerdo haber escuchado al cocinero, un chicarrón fuerte, quejarse de que los cubos de agua que llevaba a la cámara le pesaban demasiado. […] En la cámara de suboficiales, D. José Noceda, un hombre de pequeña estatura y fuerte carácter, sufrió una depresión nerviosa e intentó suicidarse con su pistola de reglamento. Debido a la lentitud de sus movimientos provocada por la falta de oxígeno, tuvo tiempo de intervenir nuestro comandante para arrebatarle el arma de la mano. […] El segundo maquinista, D. Miguel Guillén, tenía la mirada perdida en el vacío. Su pensamiento debía estar muy lejos, quizás con sus dos hijos pequeños cuya fotografía tenía en la cabecera de su litera».
Nada menos que cuarenta y cuatro horas después de que el C-5 se posara sobre el fondo marino, Lara informó de que todo estaba listo para volver a la superficie. No sabía si funcionaría, pero la suerte, como diría Julio César, estaba ya echada. «En aquella ocasión, rezó hasta el más ateo», confirmó Cayuelas. Al poco se soplaron los tanques para iniciar el ascenso… Y todos soltaron un grito de júbilo cuando, en efecto, el submarino subió y, poco después, pudieron respirar el aire de la libertad.
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