13 diciembre 2014

400.000 pesetas por submarino

En la I Guerra Mundial, el submarino pasó de anécdota a convertirse en arma decisiva. Los U-Boot alemanes fueron una pesadilla para la flota mercante de la Triple Entente. Y la caza de los sumergibles se convirtió en una obsesión para los aliados.
Cuando estalla el conflicto, en 1914, el submarino ya es un artefacto bien conocido. Isaac Peral había botado su sumergible, de 20 metros de eslora, en 1888, diez años antes de que Sanjurjo Badía probase en la ría de Vigo su «boya lanzatorpedos». Pero ya existían sumergibles militares mucho antes. En 1776, en plena Guerra de Independencia de EEUU, el Turtle, del ingeniero David Bushmnel, ya había intentado hundir al británico HMS Eagle en la bahía de Nueva York. En Dresde, se conserva al Brandtaucher, el Buzo incendiario, botado en la bahía de Kiel por Wilhelm Bauer en 1851. En la Guerra Civil estadounidense, hubo muchos submarinos en acción, como el Alligator, que colocaba minas detonadas eléctricamente en los barcos enemigos. Mientras que el ejército confederado usaba el «ionner, de 9 metros de eslora, que tuvo varias acciones de combate en 1863. Un año después, su gemelo Hunley hundía al USS Housatonic en la bahía de Charleston.
Más tarde, en 1865, 23 años antes de la boya de Sanjurjo, se botó en Suecia el Nordenfelt, de motor de vapor, armado con un torpedo y con autonomía para 240 kilómetros. Y no olvidemos que el Ictíneo II, de Narciso Monturiol ya navegaba en 1864 por Barcelona, con sus 17 metros de eslora.
Pero quizá el invento clave llegó 3 años antes que la «boya lanzatorpedos» viguesa. Fue el submarino del inventor irlandés John Philip Holland, que por primera vez incorporaba un motor de combustión interna en superficie y un motor eléctrico alimentado por baterías bajo el agua. Fue botado en 1895 y se vendieron varias unidades a EEUU, Reino Unido, Rusia y Japón. Lo que nos demuestra que, cuando el hundimiento del acorazado Maine, en Cuba, los norteamericanos ya poseían el arma submarina.
La creación del doble motor, que permitía buena velocidad en superficie y largo tiempo de inmersión con el propulsor eléctrico, fue clave en el desarrollo de los submarinos de las dos guerras mundiales. Especialmente, en la primera, cuando Alemania apostó por el arma sumergida para castigar a la flota mercante de la Entente.
Así que la caza del submarino se convirtió en una obsesión. Que se desató de forma especial en Galicia, cuyos puertos eran base de repostaje habitual para la flota alemana, bien que de forma secreta.
En Vilagarcía, por ejemplo, la red francesa de espionaje estaba dirigida por un agente con nombre en clave Maudit, que trabajaba en colaboración con el cónsul inglés, Reinaldo Cameron-Walker, y el cónsul francés, Eduardo Caamaño. Ambos tenían como adversario al empresario y cónsul alemán García Reboredo, naviero propietario de varios trasatlánticos que cubrían la ruta con América. Paralelamente, daba gran apoyo a los U-boot, aprovechando sus propias infraestructuras portuarias.
En Vigo, el vicecónsul alemán Richard Kindling era un miembro destacado de la buena sociedad, mientras organizaba el abastecimiento de sumergibles o el espionaje germano. Vigo era un caso especial en Europa, porque mantenía retenidos ocho barcos mercantes alemanes, entre ellos el Goeben, que con sus 8.800 toneladas era la unidad más importante de la flota internada, y que llegó a ser utilizado como central de comunicaciones por radio para la flota germana. Desde la ciudad olívica, el siempre activo vicecónsul Kindling organizaba también una base secreta para submarinos en el puerto de A Guarda.
Proteger o luchar contra los submarinos alemanes se convirtió, por tanto, en la gran batalla del espionaje en Galicia. Los aliados llegaron a ofrecer fuertes sumas de dinero por información que permitiese hundir a los temibles U-boot. El historiador Eduardo González Calleja afirma que, en el Mediterráneo español, los franceses pagaban 75.000 pesetas a quien permitiese interceptar a un sumergible en pleno avituallamiento, cifra que se elevaba a 200.000 si era hundido y 400.000 si era capturado. Ni que decir tiene que hablamos de toda una fortuna en aquella época.
Estas cifras se pagaban también en Galicia, que era el gran refugio de los sumergibles alemanes durante la I Guerra Mundial. Algún espía, oficial o espontáneo, que también estos últimos abundaron en España durante la contienda, pudo hacerse rico sólo con observar la costa y dar la voz de alarma a los agentes aliados. Para comprobar qué suponían 400.000 pesetas de 1914 nos basta ir a los precios de la época. Por ejemplo, el precio de un gramófono, la última tecnología de la época, sólo apta para los bolsillos más pudientes. En el diario ABC encontramos un anuncio con el formidable precio de 282 pesetas, pagable en cómodos plazos de 11,82. Ni que decir tiene que la caza del submarino era un suculento negocio.
eduardorolland@hotmail.com

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