24 agosto 2014

Barcelona y la Convención XIII de la Haya sobre puertos y submarinos

Regía la Convención XIII de La Haya, sobre derechos y deberes de las potencias neutrales en una guerra marítima. Estipulaba que un puerto neutral podía acoger a un buque beligerante un máximo de 24 horas, salvo en caso de temporal o avería. Únicamente podían fondear tres barcos de una misma nación a la vez, y en caso de coincidir dos navíos enemigos debían partir con 24 horas de diferencia el uno del otro. Tenían prohibido renovar armamento o tripulación, ni repostar más combustible que el necesario para llegar al puerto neutral más próximo a su país. Si no cumplían estos requisitos, las autoridades debían hacerse con la nave e internar a su tripulación. Como la Declaración de Londres, este tratado también consideraba contrabando ilegal el envío de municiones o de material de guerra a un beligerante. Esta era la teoría, sobre la que muy pronto se impuso la práctica.

Desde el verano de 1914 arribaron a Barcelona barcos de todas las procedencias buscando refugio. Fondeados en el puerto, tenían una vista privilegiada de las actividades comerciales que allí se desarrollaban. Observaban una ciudad que parecía de mudanza, con tantas cajas y paquetes como se mandaban al extranjero. Cuando la industria local pasó a ser una de las principales fuentes de suministro para los contendientes se convirtió, primero en objetivo de las inspecciones francesas, y después presa legítima para los submarinos austríacos que operaban en el Mediterráneo, y para los alemanes del Atlántico. En agosto de 1915, la aseguradora londinense Lloyd's anunció que los teutones habían echado a pique el mercante Isidoro. El gobierno lo negó, se habló de un choque fortuito contra las rocas, pero acabaron presentando una reclamación. En septiembre le tocó al Peña Castillo, y esa Nochebuena un sumergible germano atacó el vapor francés Loukkos a dos millas del Cabo Tortosa. Las protestas no impresionaron a los alemanes, dispuestos a evitar todo abastecimiento enemigo.

En la primavera de 1916, el compositor Enrique Granados acababa de estrenar Goyescas en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Aunque odiaba navegar, había accedido a regresar a bordo del buque francés Sussex que fue torpedeado en el Canal de la Mancha. Cuando la noticia se supo en Barcelona causó gran conmoción, muchos comercios cerraron en señal de duelo y se clausuraron espectáculos. Se solicitó la erección de un monumento, y la calle Universidad fue rebautizada como Enrique Granados. Ese mismo mes corrió el rumor que los austriacos navegaban cerca de Barcelona y en pocos días fueron abatidos diversos mercantes cargados de carbón o de trigo con destino a puertos aliados, como el vapor griego Istro, la corbeta italiana Genista, o el bergantín ruso Regina. En mayo hundían el Cornigliano en las Columbretes, y en junio caía el japonés Daietsu Maru, y los italianos Saturnino Fanny y San Francesco a pocas millas de la ciudad. Todos hablaban maravillas de la cortesía y las buenas maneras de los marineros austriacos

Aquel fue un verano de ataques en el Mediterráneo, los oficiales de los barcos que cubrían el trayecto entre Barcelona y las Baleares hablaban de un mar sembrado con restos de naufragios. El vapor Mallorca regresaba a la capital catalana con los supervivientes del Orlock Head, cuando encontraron a treinta náufragos subidos a dos chalupas que enarbolaban la bandera británica. Les había abordado un sumergible alemán que les desalojó del barco, y luego detonó cargas explosivas en su bodega. Ese junio, en Cartagena se abasteció de carburante un submarino del káiser. Pese a las sospechas que eso generó, las relaciones comerciales con los aliados aumentaron. Así que los imperios Centrales intensificaron sus ataques, el más sentido de los cuales fue el hundimiento del mercante Villa de Soller en mayo de 1918. Su capitán era barcelonés y fue torpedeado sin previo aviso. Algunos pidieron represalias, pero la incorporación a la guerra de los Estados Unidos no lo hizo necesario.

Uno de los últimos submarinos que llegó a Barcelona vino buscando auxilio. Corrió el rumor que llegaba para llevarse al comisario Bravo Portillo —acusado de espionaje a favor de los alemanes—, pero en vez de eso dejó a un oficial herido y huyó. Ese agosto el gobierno español envió un ultimátum: por cada buque perdido se apropiaría de un barco germano fondeado en sus aguas. En realidad, de los setenta navíos hundidos sólo se recuperaron siete, el resto fue incautado por las naciones vencedoras. Pocos días después del Armisticio, fondeó el UC-74, el último sumergible teutón del Mediterráneo que se negó a rendirse. Niños y curiosos fueron a verlo al muelle del Morrot como si fuese un espectáculo. Después de haber oído hablar tanto de ellos, ahí estaba.

 El Pais.com


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