La guerra submarina en los mares españoles no fue tan masiva como la que, a partir de 1939, desarrollaron en la Segunda Guerra Mundial los mitificados «U-Boote» germanos. Lo que no se puede negar es que sentó sus bases y convirtió las aguas de nuestro país en un banco de pruebas perfecto para las potencias internacionales. El problema es que si, a pesar de su importancia, esta contienda ha pasado por alto en los libros de historia, otro tanto ha sucedido con los comandantes de los sumergibles de la Segunda República y del bando Nacional; unos personajes que han sido obviados a pesar de seguir la línea marcada por los precursores de la Gran Guerra y abrir camino a las nuevas formas de acechar al contrario.
Sus vidas permitirían escribir una enciclopedia. Las de los «hunos» y las de los «hotros», como diría Unamuno. Hoy, no obstante, toca centrar el foco sobre Rafael Fernández de Bobadilla y Ragel, el comandante de submarinos que más toneladas enemigas envió al fondo de las aguas durante la Guerra Civil: 10.458, según explica su familiar, Gonzalo Wandosell Fernández de Bobadilla, en su dossier «Historia de la llega del submarino General Mola y de su primer comandante». Aunque su marca se aleja de la de los grandes ‘ases’ de la Segunda Guerra Mundial como Otto Kretschmer (con 274.333), sí le pone a la cabeza de nuestra contienda fratricida.
Inicios en África
Cuenta José Carlos Fernández Fernández en un artículo escrito para la Real Academia de la Historia que Rafael Fernández de Bobadilla y Ragel vino al mundo en Cádiz allá por el año 1901. Ya con 15 primaveras accedió a la Escuela Naval Militar, donde, tras graduarse, ascendió poco a poco en el escalafón y se curtió en buques como el «Reina regente» o el acorazado «España» (entre otros tantos). Parece que, ya desde el principio, su vida viró hacia el mar. El repunte de las hostilidades en la Guerra de Marruecos tras el alzamiento de las cábilas rifeñas le permitió participar en batalla y, en 1922, se hallaba sobre la cubierta del cañonero «María de Molina», desde donde colaboró en el bombardeo de las posiciones enemigas en el norte de África.
Poco después comenzó su andadura bajo los mares. Y es que, en 1923 participó (y superó con éxito) el curso de la Escuela de Submarinos de Cartagena. Ese mismo año tuvo su primer contacto con los que, en un futuro cercano, iban a ser sus caballos de batalla en la Guerra Civil cuando fue destinado al vetusto submarino A-3, uno de los primeros modelos que nuestro país adquirió antes de hacerse con dos clases más modernas (la B y la C). «Como unidades de guerra tenían posiblemente bastantes limitaciones, dado su reducido desplazamiento de 265 toneladas en superficie y sólo dos tubos lanzatorpedos; pero para ser utilizados como buques-escuela se prestaban admirablemente», explica Manuel Ramírez Gabarrus en su libro «El arna submarina española».
El año 1925 fue llamado al acorazado «Jaime I», con el que participó en el famoso Desembarco de Alhucemas (el primero de este tipo en el mundo en el que colaboraron, de forma coordinada, los ejércitos de tierra, mar y aire). Pero su destino siempre estuvo bajo la línea de flotación de los navíos de superficie y, al poco tiempo, volvió a prestar servicio en los sumergibles tipo A. La máxima era ganar experiencia. Así fue como, apenas cinco años después, fue nombrado oficial de órdenes de la Flotilla de Submarinos de Ferrol. Poco después se familiarizó también con el flamante C-3 y, en 1935, fue destinado a la jefatura del Estado Mayor de la Flotilla de Submarinos.
Misión reservada
En julio de 1936, Fernández de Bobadilla se unió a los sublevados y les ayudó a controlar la base naval de Cádiz. Su participación, clave en estos primeros momentos de la Guerra Civil, permitió al bando Nacional proteger el traslado de sus tropas desde África hasta la Península. Así lo confirma en su dossier Wandosell, quien también especifica que, poco después, Francisco Franco se valió de nuestro protagonista para acometer una misión de carácter secreto. «El último día de octubre el capitán de corbeta Bobadilla recibió una llamada desde Salamanca designándole para una misión reservadísima y ordenándole estar el 1 de noviembre en Tetuán para partir a un puerto desconocido de Italia», explica.
La tarea era peligrosa, pero necesaria para que el bando Nacional pudiese plantar cara a la cuantiosa flota de la Segunda República en los mares. A eso de media noche, a Fernández de Bobadilla se le encomendó la tarea de viajar de incógnito en un buque de guerra italiano (el «Pigafetta») con destino a Cerdeña. Allí, sus órdenes eran recoger una docena de submarinos que la Italia fascista pretendía vender a Franco. Aquellas naves podían dar un vuelco a la guerra en los mares ya que, según corroboró el mismo oficial, contaban con unas mejores características que los clase B y C del enemigo.
Pero los planes cambiaron cuando la flota inglesa apareció en la zona. Con un Tratado de No Intervención internacional en ciernes, Italia reculó y rechazó la venta para evitar problemas con Gran Bretaña y Francia, entonces las mayores potencias militares de Europa. No obstante, el alto mando de la «Regia Marina» propuso al bando Nacional una forma mucho más sucinta de colaborar en sus intereses: golpear, en secreto y desde sus propios puertos, el vital tráfico mercante que arribaba de forma periódica para sustentar a los ejércitos de la Segunda República.
Contra la República
De esta guisa comenzó la participación de los llamados sumergibles «Legionarios» italianos en el bando Nacional y, de paso, también una nueva táctica para estrangular al enemigo: acabar con los navíos que llevaban hasta la Península armas y vituallas, en lugar de intentar hundir solo sus buques de guerra. Técnica que, años después, replicarían los «U-Boote» en la Segunda Guerra Mundial.
En palabras de Wandosell, las instrucciones italianas fueron estrictas: «Los submarinos saldrían de la base de noche, para evitar la vigilancia aérea o naval; navegarían sin luces de situación ni ninguna otra visible; atacarían […] a los mercantes que estuviesen a menos de tres millas de la costa, con o sin luces». A su vez, debían intervenir de tal forma que diera la impresión de que los bajeles de la Segunda República se habían hundido por culpa del contacto contra una mina o debido a una explosión interna. Para terminar, se llegó al acuerdo de que en cada uno de los submarinos viajaría un oficial español (entre ellos, Fernández de Bobadilla) para familiarizarse con el funcionamiento de la nave y sus pormenores.
Entre noviembre y marzo, Fernández de Bobadilla participó en una infinidad de misiones a bordo de los submarinos italianos. En ellas aprendió su funcionamiento sobre el terreno, corroboró la importancia de acabar con el tráfico mercante para estrangular al enemigo, tuvo un primer contacto con los llamados ataques en «manada» contra grupos de bajeles y, en definitiva, vio con sus propios ojos lo importante que era provocar el terror en el contrario para que su flota se viese obligada a permanecer en sus puertos (en este caso, los Barcelona, Alicante y Cartagena). Secreto todos ellos (o enseñanzas, más bien) que se le grabaron a fuego en la memoria y que, a la postre, utilizaría en su favor.
En combate
Pero no solo de ayuda vive la marina y, desde julio de 1936, Franco quiso hacerse con algunos submarinos en propiedad. La adquisición de estas naves ha sido explicada de forma pormenorizada por Dionisio García Flórez (experto en el mundo naval) en su obra «Buques de la Guerra Civil española. Submarinos». En sus palabras, fue el 29 de abril de 1937 (nueve meses después del comienzo de las hostilidades) cuando la Marina Nacional consiguió que sus aliados italianos le hicieran entrega de dos sumergibles.
El resultado fue la llegada a la isla balear de Cabrera, bajo estricto secreto (pues su adquisición a Italia violaba todos los tratados impuestos tras la Primera Guerra Mundial), de dos submarinos de la clase «Archimede». Prototipos de la marina italiana, estas naves destacaban porque estaban diseñados para permanecer en alta mar durante un largo periodo de tiempo y porque contaban con un armamento envidiable para la época (y que superaba a los de la Segunda República). La primera, «Archimede» fue rebautizada como «General Mola», mientras que la segunda, «Torricelli», como «General Sanjurjo».
Fernández de Bobadilla fue nombrado, al fin y como tanto deseaba, comandante de un submarino. Del «General Mola» para ser más exactos. Así, se cumplieron los deseos de un oficial que clamaba por la presencia de estas naves en la Marina Nacional desde hacía meses. «Los submarinos pueden ser de eficacia resolutiva, cuando, mandados por comandantes españoles, o al menos pudiendo exhibir nuestra bandera, obedezcan directamente órdenes de nuestro gobierno, cuando puedan operar sin necesidad de sumergirse y, si tienen que hacerlo, sea obedeciendo a razones tácticas y no a imposiciones políticas», escribió.
El «General Mola» partió, con nuestro protagonista como comandante, el 13 de mayo de 1937 en su primera misión operativa. Así comenzaron una serie de hundimientos de mercantes que, a la postre, llevarían a Fernández de Bobadilla al estrellato en lo que al arma submarina se refiere. En palabras de García Flórez, fue el 29 de ese mismo mes cuando mandó al fondo del mar a la goleta «Granada», de 400 toneladas y cargada de armas destinada a la Segunda República. El método fue sencillo: la interceptó, ordenó a su tripulación que abandonara el navío y la destruyó a golpe de cañón de cubierta. Y otro tanto hizo dos semanas después con el «Rápido».
El golpe más destacado fue el ataque al mercante «Cabo de Palos» el 25 de junio de 1937. Aquella jornada, Bobadilla largó un torpedo a 700 metros contra este navío de más de 6.000 toneladas para evitar que la carga que portaba (armas, sal y amoníaco) llegara a manos de la Segunda República.
A su vez, el capitán también participó en múltiples (y peligrosas) misiones de patrulla. «En muchas pasaron un mal rato al maniobrar entre campos de minas, o al aguantar varias horas, frente a Barcelona, el ataque con cargas de profundidad de dos destructores republicanos, que, por suerte, cayeron demasiado lejos», añade Wandosell en su dossier.
El mismo autor recuerda que el último hundimiento de Fernández de Bobadilla sobre el «General Mola» se produjo el 11 de enero de 1938. El objetivo fue un buque contrabandista holandés cargado de armas. La tarea no fue sencilla debido a que el bando Nacional tenía órdenes de no atacar bajeles extranjeros para evitar un conflicto internacional. El comandante lo consiguió disparando un solo torpedo desde una gran distancia. Funcionó y el gobierno extranjero creyó que había chocado con una mina.
Poco después nuestro protagonista fue relevado del mando. Aunque, para entonces, se había llevado al fondo de las aguas 10.458 toneladas en poco más de un año de servicio. Aquello le valió la medalla militar
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