En 2009 murió
Reinhard Suhren, el comandante de submarinos que sin querer queriendo le
declaró la guerra a México en 1942.
Entonces “Teddy” Surhen tenía solo
veinticinco años, era miembro de la flota de submarinos de la marina de guerra alemana
- la Kriegsmarine - y comandaba el submarino U-564, uno de los temibles Lobos
Grises que estuvieron a nada de estrangular a la Gran Bretaña, hundiendo
cualquier nave que osara llevar o traer mercancías a las islas.
La tripulación de Surhen la conformaban
chicos de entre diecisiete y veintiún años: eran jóvenes y cínicos, pues sabían
que a la larga sus probabilidades de sobrevivir eran mínimas. Como en otros
submarinos alemanes, los unía una admiración casi fanática por su comandante,
al que veneraban.
Ese carácter - más la propaganda y
una desenfadada efectividad en combate - habían convertido a “Teddy” Surhen en
una estrella pop de la guerra.
Cuando Adolfo Hitler se empeñó en
entregarle personalmente la Cruz de Hierro, condecoración máxima de las fuerzas
armadas alemanas, el submarinista se alcoholizó durante la cena de premiación
para poder decirle “al austriaco ése” lo mucho que lo odiaba a él y a sus
nazis, pero afortunadamente se le pasó la dosis y estaba tan borracho cuando
Hitler le colgó la condecoración que ya no pudo articular palabra. El
Füherer pensó complacido que su mutismo era por la emoción de estar ante su
presencia.
A Surhen no le pesó tanto la cruda,
sino la lengua de trapo que le impidió reclamarle al demente de Adolfo tanta muerte:
de cada diez jóvenes que se embarcaban, ocho dejaban la piel en sus ataúdes de
acero. La muerte era particularmente atroz en un submarino.
A las 23:00 horas del 19 de mayo de
1942, el destino del buque mexicano Potrero del Llano de Petróleos Mexicano
se cruzó frente al periscopio del U-564 para entrar a la Historia.
Los vigías del submarino alemán no lo
podían creer cuando el buque petrolero cruzó frente a ellos a diez nudos de
velocidad: navegaba plácidamente, tan iluminado como un árbol de Navidad, algo
fuera de lo común pues todas las naves aliadas iban a oscuras intentando pasar
desapercibidas.
Surhen recibió el reporte y dudó:
solo las embarcaciones de países neutrales navegaban con sus luces encendidas,
con grandes reflectores iluminando sus banderas nacionales pintadas en sus
costados. Era una convención internacional: era imposible no verlas.
Y ese buque que navegaba despacio
frente al submarino de Teddy Surhen tenía una bandera enorme pintada en su
costado.
El primer oficial Ferdinand Gessler bufó
de asombró: Malditos yanquis.
Teddy Surhen se pegó al periscopio.
Qué molestia, carajo. Con un barco más que hundiera, le podría añadir a su Cruz
de Hierro un par de Hojas de Roble: pero, sí, ahí estaba la maldita bandera.
- Verifica en el manual los siguientes
colores - ordenó a Gessler - rojo-blanco-verde, en franjas verticales…
-¿Rojo-blanco-verde? ¿En franjas
verticales? – Gessler le dio la vuelta al manual mientras su presa se escurría-
¡No existe!
- ¿No existe? ¡Mierda, está enfrente
de nosotros, rojo-blanco-verde en franjas verticales!
El primer oficial se encogió de
hombros: en su manual de banderas y señales, no existía país con una bandera
así.
Teddy Surhen se decidió rápido:
Vengan esas Hojas de Roble Mojadas, como se referían los submarinistas con
humor negro a esas condecoraciones.
-¿Distancia al objetivo?
-¡Seiscientos metros!
-Corregir rumbo 167 grados, preparen
torpedos de proa, uno y dos
-¡Torpedos listos y armados!
-¡Fuera anguilas uno y dos!
-Anguilas en el agua…
El submarino se estremeció tras el
lanzamiento de ambos torpedos.
Medio minuto después, una gran
explosión encendió la oscuridad.
El buque petrolero ardió hasta el
amanecer, pero no se hundió: su casco quedó partido en dos, formando una V, tal
y como permanece hasta hoy.
Teddy Surhen supo cincuenta años
después, en una entrevista con el historiador mexicanos Mario Moya Palencia,
que el buque en cuestión era el BT Potrero del Llano, de bandera mexicana, una
embarcación neutral y que su hundimiento provocó una declaración de guerra. Si
la noticia lo conmovió, no lo dijo, pero los sucesos que desencadenó fueron
increíbles e impactaron la vida de muchas personas en sitios lejanos. La
historia en pequeño suele ser así.
A bordo del BT Potrero del Llano
había ocurrido un drama: pocas horas antes de zarpar de Tampico, el capitán
Juan Ávalos se había negando a abordar la nave, argumentando que “a él no lo
iban a hacer picadillo”. Perdió su trabajo, pero salvó la vida.
Su puesto fue tomado por un oficial
de la Armada de México, el Teniente de Navío Gabriel Cruz.
Desde que tomó el mando, exigió que
la tripulación practicara el zafarrancho de abandono de nave una y otra vez.
Los hombres del barco le agarraron manía a su nuevo superior sin saber que esas
prácticas salvarían la vida de varios de ellos pocas horas después.
La última noche de su vida, a las
22.30 hrs, el capitán Cruz fue informado sobre el avistamiento de una luz no
identificada que parecía navegar en paralelo al Potrero del Llano.
Indicó que lo reportaran por radio al
US Coastal Command y que le informaran cada media hora. Ordenó que toda
la tripulación tuviera a la mano sus chalecos salvavidas, bajando
posteriormente a su cabina, ubicada al centro del buque y dos metros por debajo
de la línea de flotación, ahí media hora después un torpedo del U-564 hizo
impacto, desintegrándolo.
El teniente Gabriel Cruz, ascendido
póstumamente a capitán de navío, ni siquiera tuvo tiempo para el dolor.
Un guardacostas norteamericano
rescató a los sobrevivientes por la madrugada mientras que un silencioso
submarino alemán se deslizaba por los bajos de Cayo Hueso, Florida, donde nadie
pensaría en buscarlo.
El hundimiento del Bt Potrero de
Llano provocó una nota de protesta del gobierno mexicano ante Japón, Italia
y Alemania.
El gobierno nipón se disculpó
asegurando que sus submarinos operaba en el Pacífico, más no en el Golfo.
Italia hizo mutis. Adolfo Hitler indicó que México era un país tan
insignificante que no merecía tomarse en cuenta y la única respuesta alemana
sería el hundimiento de cuanto buque mexicano fuera avistado por los Lobos
Grises, hundiendo los barcos Faja de Oro, Amatlán, Tuxpan, Las
Choapas , Oaxaca y Juan Casiano, arrastrando con ellos a medio centenar de
vidas hacia el fondo del Atlántico.
Tras la declaración de guerra a los
países del Eje en 1942, México autorizó que quince mil mexicanos se enrolaran
en las fuerzas armadas norteamericanas. Se convirtieron en la minoría más
condecorada del ejército norteamericano.
De mayor impacto resultó que
trescientos mil mexicanos marcharan como braceros a los Estados Unidos para
suplir a los granjeros que servían en las fuerzas armadas de su país, iniciando
la búsqueda del modo de vida americano de manera generalizada.
Finalmente, en 1945, el Escuadrón
Aéreo de Pelea 201, participó en la liberación de las islas Filipinas.
Inicialmente estaban destinados a combatir alemanes, pero como estos se
encontraban prácticamente derrotados, sobre la marcha fueron redirigidos al
Pacífico.
Se especializaron en misiones de
bombardeo y apoyo a tierra aunque eran un escuadrón de caza. Esas labores los
pilotos australianos o gringos preferían no hacerlas pues decían no haber
entrenado para ello. Los mexicanos tampoco, pero su comandante, Radamés
Gaxiola, decía que ellos aprendían muy rápido. Método Montessori: aprender
haciendo. Y así. México perdió en acción cinco pilotos.
El General Douglas MacArthur, jefe de
las fuerzas aliadas en el Pacífico, declaró después que los pilotos del
Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana habían logrado poner
fuera de combate a 20,000 soldados del ejército imperial japonés.
En Septiembre de 1945, a bordo del
acorazado USS Missouri, el coronel mexicano Rodolfo Fierro Villalobos,
comandante de la FAEM y antiyanqui decidido, aceptó graciosamente - junto a sus
aliados chinos, neozelandeses, australianos, norteamericanos y holandeses – la
rendición incondicional del Emperador del Japón.
Terminaba la guerra. O al menos esa.
Todo esto gracias a una bandera mexicana
mal interpretada y a que Teddy Surhen, un teniente de navío alemán con mala
leche, buena puntería y sonrisa de playboy, quería adornar su Cruz de
Hierro con un par de “Hojas de Roble mojadas”.
PEPE COMPEÁN
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