Parece que para que EE.UU. entre de lleno en una guerra necesita antes ver barcos hundidos delante de sus ojos. Ocurrió con el acorazado Maine, cuya explosión en el puerto de La Habana convenció a la opinión pública estadounidense de la necesidad de atacar a España en 1898. Y también en Pearl Harbor, el ataque japonés que precedió a la entrada de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial.
Caso muy parecido al incidente que condujo a la potencia emergente hasta la Primera Guerra Mundial. El hundimiento del barco británico Lusitania el 7 de mayo de 1915 fue empleado por el país presidido entonces por Woodrow Wilson para justificar, entre otras razones, su entrada en la contienda. De los 1.198 pasajeros que perecieron por culpa de un torpedo lanzado por un submarino alemán 128 eran estadounidenses y muchos de ellos bebés y niños.
Este atroz crimen de guerra, que los alemanes justificaron por haber sido cometido en una zona de guerra, dio a los líderes norteamericanos la pólvora necesaria para convencer a la población de que era necesario combatir el autoritarismo de las naciones centrales. La imagen del drama estuvo presente en gran parte de las campañas de reclutamiento.
Procedente de Nueva York, el RMS Lusitania estaba a punto de completar su travesía Atlántica cuando se cruzó en su camino un submarino U-boat U-20, que ya se había cobrado tres víctimas en las aguas británicas. Desde puerto, el barco recibió un aviso a las 7.50 de un posible ataque: «Submarinos en acción frente a la costa meridional de Irlanda». Otras tantas comunicaciones similares, reclamando que se extremaran las precauciones o se cambiara de rumbo, fueron enviadas a lo largo de esa mañana hacia el trasatlántico.
El capitán del submarino, Walther Schwieger, identificó el barco como «un buque de pasajeros de grandes dimensiones» y salió en su persecución. A las 14:12 el U-20 disparó a 700 metros el único torpedo que tenía en ese momento. El impacto dio en el costado de estribor y causó una fuerte explosión. Los mandos británicos trataron de dirigirse a tierra, estaban a solo diez kilómetros del suelo firme, cerca del cabo de Old Head of Kinsale, pero la rápida inundación impidió cualquier maniobra. El barco se hundió en solo 18 minutos y apenas hubo forma de salvar a 761 pasajeros. Alcanzar los botes salvavidas se convirtió en una lucha desesperada.
La guerra sin restricción
Los submarinos alemanes cobraron gran protagonismo en un conflicto donde, probablemente por la superioridad británica, las batallas navales convencionales no afectaron casi al rumbo de la guerra. Bloqueado comercialmente, Alemania encontró en los submarinos una vía para torpedear la redes entre EE.UU. y el Imperio británico y devolverle así el golpe.
En 1914, la potencia con mayor número de submarinos era el Imperio británico, con 54, de los cuales solo 17 podían navegar en alta mar. Si bien Alemania tenía menos cantidad que los ingleses y hasta que los franceses (35), la gran mayoría de sus 28 submarinos en activo y 24 en construcción tenían capacidad para navegar en alta mar y eran más modernos. Más de la mitad estaban propulsados por petróleo y los demás por diésel, aparte de que todos tenían una estación telegráfica a diferencia del resto de potencias.
Ninguno de los bandos sabía muy bien cómo emplear al principio del conflicto esta nueva tecnología. Los germanos empezaron por ataques a grandes barcos militares, siguieron con mercantes y terminaron, tras los buenos resultados, por atacar a todo barco que se saliera de las aguas delimitadas como de exclusión. A comienzos de 1915, el Alto Mando alemán aprobó una primera guerra submarina «sin restricciones» por las costas de Italia, Inglaterra, Francia y gran parte del Mediterráneo, que tuvo que ser limitada después del incidente del Lusitania en mayo de ese año. Los alemanes trataron así de evitar que EE.UU. entrara en la contienda, pero, cuando resultó imposible, la guerra submarina total volvió a los océanos.
Ni siquiera haberse declarado neutral eximía a nadie de sufrir los ataques de este kraken alemán, que para evitar engaños y triquiñuelas como usar banderas falsas disparaban a todo lo que flotaba. Se estima que los germanos hundieron un total de 80.000 toneladas españolas durante la guerra, lo cual es una cifra excepcional si se tiene en cuenta que Alfonso XIII mantenía tratos cordiales con el kaiser. En total, fueron once millones de toneladas las que se hundieron por influencia de los submarinos durante toda la guerra.
Por supuesto la principal víctima de los submarinos alemanes fueron los británicos, cuya armada convencional no supo adaptarse lo bastante rápido a la guerra submarina. Alemania multiplicó en poco tiempo su escuadra de submarinos, donde llegaron a servir más de 13.000 personas. Para 1916 ya superaraba la producción anual de más de un centenar. Además de los submarinos torpederos, Alemania incluyó un gran número de minadores, que podían sembrar de pinchos explosivos las principales rutas.
Como explica José María Treviño Ruiz en un artículo titulado «La guerra naval submarina, 1914-1918» (Revista General de Marina, 2014) la situación se volvió insostenible para Gran Bretaña en abril de 1917, cuando un total de 860.000 toneladas aliadas fueron enviadas al fondo del mar. Los submarinos austrohúngaros aumentaron la presión a favor de los potencias centrales. La necesidad de navegar en zigzag y manteniendo grandes distancias entre barcos entorpecieron el envío de suministro en el Atlántico del que tanto dependían las Islas británicas.
Felipe II, al rescate de Inglaterra
Frente a estas armas sigilosas y sus emboscadas nocturnas, los líderes británicos se vieron obligados, tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, a desempolvar métodos que en el pasado habían desdeñado. Los británicos estudiaron a fondo el sistema de convoyes puesto en marcha por los españoles en el siglo XVI para conseguir que la Flota de Indias no fuera alcanzada por los piratas.
Inspirado por un memorial del almirante Pedro Menéndez de Avilés, Felipe II estableció mediante real cédula las condiciones para asegurar un sistema de defensa naval inmune a los ataques piratas, cuyos rasgos más característicos y perdurables estaban ya asentados para 1561. El viaje de la Flota de Indias se efectuaba dos veces al año. El punto de partida se emplazaba en Sanlúcar de Barrameda, donde la flota realizaba las últimas inspecciones, y desde allí partía hacia La Gomera, en las islas Canarias. Tras la aguada (recoger agua en tierra), la escuadra conformada por unas 30 barcos navegaba entre veinte y treinta días, en función de las condiciones climáticas, hasta las islas Dominica o Martinica (Centroamérica) donde se reponían los suministros. Desde allí cada barco se repartía hacia su puerto de destino.
El convoy era encabezado por la nave capitana, mientras los galeones mejor artillados se situaban a barlovento (donde sopla el viento), para proporcionar escolta al grupo. El objetivo era que ningún barco se perdiera de vista o se desviara del rumbo. Por la noche, los bajeles encendían un enorme farol a popa para servir de referencia al que tenían detrás. Este sistema, que Menéndez Avilés inspiró y dio forma, permitió que entre 1540 y 1650 – periodo de mayor flujo en el transporte de oro y plata– de los 11.000 buques que hicieron el recorrido América-España se perdieran únicamente 519 barcos, la mayoría por tormentas y otros motivos de índole natural. En contra del mito promovido por cine y literatura, solo 107 lo hicieron por ataques piratas, lo que suponía menos del 1%.
A partir de enero de 1917, la adaptación británica del sistema de convoyes de Felipe II y otras medidas defensivas consiguieron frenar parcialmente la sangría de hundimientos. No obstante, la herida no se cerró hasta el año siguiente, cuando la Royal Navy también incluyó a su estrategia contra los submarinos medidas ofensivas como las cargas antisubmarinas lanzadas desde superficie o los hidrófonos, que daban la posibilidad de perseguir a los submarinos alemanes.
Todo ello contribuyó, junto al aumento de barcos aliados puestos sobre el tablero, a que la efectividad de los submarinos fuera cayendo en la nulidad.
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