Por Marcelo Metayer, de la Agencia DIB
En 1869, mientras en Argentina era presidente Domingo Faustino Sarmiento y se preparaba el primer censo nacional, en Francia comenzaba a publicarse por entregas la novela de aventuras “Veinte mil leguas de viaje submarino”, una de las obras fundamentales del visionario Julio Verne. Tres décadas después otro genio, un uruguayo radicado en nuestro país, proyectaba lo que pudo haber sido el primer submarino nacional. Su diseño recuerda de manera ineludible al Nautilus, el vehículo del relato de Verne, y su creador fue el científico e inventor inclasificable Teobaldo Ricaldoni, que vivió en La Plata desde principios del siglo XX hasta 1923, cuando falleció. Esta es su historia y la de sus invenciones.
Ricaldoni había nacido el 24 de mayo de 1861 en Montevideo. A los quince años se mudó a Buenos Aires, a la casa de Bartolomé Mitre, para poder cursar los estudios de ingeniería en la Universidad de Buenos Aires. Allí se recibió de ingeniero civil, tuvo un paso por su patria donde trabajó en obras públicas y luego regresó a la capital argentina. Hacia 1892, comenzó a enseñar e investigar en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
Pocos años después, el ingeniero había conseguido fama en el Río de La Plata con el perfeccionamiento del “aparato de Guillermo Marconi”, es decir, el telégrafo sin hilos. Y se lo consideraba un sabio excéntrico, que andaba vestido con “su clásica galera de felpa, su jaquet tradicional y su pera, algo quevedesca”, según la prensa local. Otros medios directamente mencionaban “la chifladura” de Ricaldoni. No obstante estos detalles rocambolescos, Joaquín V. González lo convocó para fundar el Instituto de Física de la Universidad de La Plata en 1906, y lo dirigirá hasta 1909.
La lista extraordinaria
Continuó dando clases de física y meteorología hasta su muerte, que lo sorprendió en la pobreza, en 1923. En efecto, según contó La Prensa, “los vecinos de la quieta ciudad de La Plata vieron los muebles, el instrumental y los libros de Ricaldoni, amontonados en la calle. Lo habían desalojado. Y el anciano maestro explicaba, sin tristeza y sin alarde, que el dinero que ganaba lo invertía en material de investigación y de ensayo, y como no le alcanzaba, daba idéntico destino al dinero del alquiler”. Finalmente, el 22 de septiembre de 1923 falleció en un hotel donde se alojaba, víctima de un síncope cardíaco.
El uruguayo-argentino, paralelamente a su labor docente, se dedicaba a inventar. Entre sus creaciones se hallaban torres para comunicación inalámbrica, dispositivos eléctricos, un periscopio con vista de 360 grados con el curioso nombre de panoramoscopio, un proyecto de avión con alas que se batían como la de los pájaros, y mucho más. Una lista elaborada por el diario El Día tras la muerte de Ricaldoni cita “la torre de iluminación de La Plata, la rueda de contacto entre los cables y el troley, sus descubrimientos observacionales sobre Neptuno y Plutón, el pincel de fuego, el cañón eléctrico, un paracaídas para aviadores, un nuevo propulsor sin hélices, un ‘vibrator’, un cañón magnético, marcas numeradas, comunicación de trenes en marcha, energía gratis, intelectómetro, abridor de latas, elevador de agua, bolsa de oxígeno y envases”.
El proyecto predilecto
Las invenciones que parecían tener un mejor uso práctico en aquellos años tenían que ver con el río y el mar: la boya de salvataje “Salvator”, un “desvía torpedos”, y finalmente, su submarino. Este último se trataba, según dijo el mismo Ricaldoni a Caras y Caretas en 1918, de su “proyecto predilecto”.
Allí le contó al cronista que la ventaja de su buque era que “sube y baja instantáneamente, mientras que los submarinos actualmente en uso tardan muchos minutos para hacerlo, exponiéndose así al fuego enemigo”. Continuó: “Me presenté al Gobierno, con el proyecto, a fines de 1892; después de varias incidencias, y sin haber podido objetar ni uno de los 27 inventos que constituyen el proyecto, la comisión nombrada al efecto informó diciendo: ‘En nuestra naciente armada, no sabríamos qué papel asignarle a un submarino’”. Dos años más tarde el proyecto avanzó en el Congreso, en pleno conflicto de límites con Chile durante la presidencia de Luis Sáenz Peña, pero el anuncio de la paz le puso fin al posible desarrollo del submarino, según cuentan María Cecilia von Reichenbach, Myriam Hara y Mónica López D’Urso en un artículo sobre el inventor publicado en 2002.
El vehículo, de afiladas líneas, dos veces estuvo por ser construido en el país, la última en 1917. En cuanto a la tecnología, el mayor avance era el mecanismo de control de la profundidad, que consistía en una modificación del empuje provocada por un cambio de volumen del submarino, una idea surgida de considerar el mecanismo usado por los peces. Esto se lograba mediante el movimiento de cuatro cilindros que sobresalían del casco, y eran accionados por medio de aire comprimido, eléctricamente a través de servomotores o en forma manual.
El submarino tenía una eslora (longitud) de 40 metros y casi 5 de manga (ancho). La propulsión era proporcionada por un motor eléctrico alimentado a baterías de cloro-cromo.
El diseño fue perfeccionándose con el pasar de los años. En 1918, cuando Caras y Caretas entrevistó a Ricaldoni en La Plata, éste había construido una maqueta de 1,7 metros de eslora, capaz de sumergirse y emerger, y dar marcha adelante y atrás.
Si se hubiera aprobado su construcción la Marina argentina hubiera contado con submarinos cuarenta años antes de la incorporación de los primeros Tarantinos, los buques sumergibles fabricados en Taranto, Italia, que llegaron al país en 1933.
Quizás, si Ricaldoni hubiera vivido en una ciudad de Estados Unidos en vez de la despoblada La Plata de fines del siglo XIX, ahora su nombre figuraría junto al de Tesla y Edison. Pero le tocó, para parafrasear a Borges, “encontrarse con su destino sudamericano”. (DIB) MM
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