«Un tipo llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Así explicó Thomas S. Blanton,
director del Archivo de Seguridad Nacional de EE.UU, el papel
protagonista desempeñado por un desconocido marino soviético en la crisis de los misiles cubanos de 1962. De aquel episodio la humanidad recuerda que los Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron
a punto de arrastrarla al abismo en su pulso nuclear. Lo que poca gente
conoce es que fue la decisión de una sola persona, Arkhipov, la que
evitó que estallara la que habría supuesto la tercera guerra mundial.
Pongámonos en antecedentes. Arkhipov es uno de los tres oficiales al mando de un submarino soviético B-59, un sumergible de ataque al que la OTAN denominaba Clase Foxtrot. En los últimos días de octubre de 1962 navega sumergido junto a otros cuatro submarinos similares con destino a Cuba. La URSS
ha instalado secretamente en suelo cubano varias lanzaderas de misiles
nucleares, capaces de alcanzar territorio estadounidense en apenas unos
minutos. Es la respuesta al despliegue previo de proyectiles atómicos de
Estados Unidos en tierras de Turquía, una amenaza capaz de golpear y
devastar Moscú en apenas un cuarto de hora que el Kremlin tenía que contrarrestar.
En medio de esa escalada de tensión, con el planeta entero conteniendo el aliento y los dos colosos enseñándose los dientes, la 69 Brigada Submarina Soviética,
en la que se encuadra la nave de Arkhipov, se dirige hacia aguas
cubanas. Su misión, burlar el embargo que la Armada norteamericana ha
dispuesto en torno a la isla y establecer una base submarina en la bahía
de Mariel, en la costa norte de Cuba. El B-59 de Arkhipov va equipado
con torpedos nucleares,
una carga letal para una guerra desastrosa que cada vez se ve como más
inminente. Pocos días antes, un avión espía U-2 de los Estados Unidos ha
caído derribado en suelo cubano y un grupo de cazas MIG soviéticos
ataca a otro de estos aparatos mientras completaba un vuelo de
reconocimiento en Siberia.
Mientras en el Pentágono se ultiman los detalles para la invasión final de la Cuba castrista y prosoviética, los buques de la US Navy y los aviones espías de la CIA
sobrevuelan el Caribe en busca de embarcaciones soviéticas intentando
introducir más armamento nuclear en la isla. Las instrucciones del
secretario de Defensa Robert Mcnamara son tan claras como peligrosas: si
detectan cualquier intruso, los buques norteamericanos deben obligarlo a
emerger e identificarse y bloquear su acceso. Una de esas embarcaciones
es el B-59. El máximo responsable del buque, Vitaly Savitsky, lleva
como segundos a bordo a Arkhipov y un oficial político.
A
media tarde del 27 de octubre de 1962 los acontecimientos se
precipitan. Un grupo de destructores estadounidenses detecta la brigada
del B-59. Ignorando que se las ven con buques con armamento nuclear, los
barcos norteamericanos comienzan a lanzar cargas de profundidad para
forzar a los submarinos soviéticos a emerger. A bordo del sumergible de
Arkhipov se viven momentos de pánico y caos. Ante la gravedad de los
acontecimientos, el trío de oficiales al mando había zarpado de la URSS
con autorización para lanzar sus torpedos nucleares si todos ellos
estaban de acuerdo en hacerlo. Sin comunicación con Moscú, y dudando si
ya había estallado la guerra entre las dos superpotencias, bajo las
aguas del Caribe, con medio mundo pendiente de sus televisores, de las
decisiones de Kennedy y de Kruschev, un grupo de marinos acosados tendría que decidir el destino de la humanidad.
El oficial de comunicaciones Vladimir Orlov vivió a bordo aquellos
dramáticos instantes. Según su versión, tras una larga travesía
transoceánica sumergidos, la tripulación y el capitán Savitsky «estaban
exhaustos». Las cargas de los destructores norteamericanos explotaban
a pocos metros del casco del submarino soviético. «Era como estar
sentado en un barril de metal que alguien golpea continuamente con un
martillo». Así hostigado, al límite de su resistencia psicológica,
presionado por una marinería que exigía defenderse, Savitsky hace un
último intento de contactar con Moscú. No hay manera. Enfurecido y
desesperado, decide lanzar su mortífero torpedo, aun a sabiendas de que
sería el fin también para él y sus hombres: «Los volaremos por los
aires; moriremos todos pero hundiremos todos sus barcos», exclama antes
de reunir a sus dos segundos a bordo para ratificar una decisión que
requiere su consentimiento.
En
medio del bombardeo yanqui, a unos centenares de metros bajo el Caribe,
los tres marinos celebran una reunión que decidió el destino de la
humanidad. Savitsky quiere abrir fuego, el oficial político está de
acuerdo. Solo falta Arkhipov. Pero él dice que no. En esas
circunstancias extremas, únicamente la frialdad y el coraje de un hombre
evitan lo que habría supuesto una catástrofe sin precedentes.
Arkhipov
convence a Savitsky de que haga emerger el submarino. El B-59 asoma a
la superficie y da media vuelta a la espera de instrucciones del Kremlin
rehuyendo el enfrentamiento con la Task Force norteamericana. Pocas
horas después, Kennedy y Kruschev alcanzan un acuerdo que hace suspirar de alivio a toda la humanidad.
Nadie
lo supo entonces, ni siquiera Kennedy, pero Arkhipov salvó aquel sábado
al mundo. Su historia no se hizo pública hasta 2002. En un congreso
celebrado en La Habana a los cuarenta años de aquel episodio, Mcnamara,
basándose en documentos estadounidenses desclasificados, admitió que la
guerra nuclear estuvo más cerca de lo que nadie había pensado. Thomas
S. Blanton aclaró a que se refería: «Un tipo llamado Vasili Arkhipov
salvó al mundo». Aquel tipo había muerto tres años antes.
Vasili Arkhipov |
http://www.abc.es/20120509/archivo/abci-crisis-misiles-cuba-201205071319.html
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