No hay que ser el científico más avispado del mundo para darte cuenta de que, si comparas la silueta oeste de África con la costa de América del Sur al otro lado del Atlántico, la estructura parece encajar como si fuera un puzle. Sin embargo, más allá de lo obvio, para alcanzar el punto en el que todo eso tuviese sentido, hubo que esperar hasta una Segunda Guerra Mundial que, de la mano de la tecnología de sus submarinos, se encargaría de arrojar más luz sobre lo que durante años fue un completo misterio.
El primer paso en la dirección adecuada se lo debemos a un meteorólogo alemán, Alfred Wegener, que en 1912 se percató de esa curiosidad no sólo con esas costas, sino también con otras regiones del planeta que parecían encajar de forma inusual. Fue entonces cuando formula la teoría de la deriva continental. La regla que, de una forma aún por descubrir, intentaba explicar que los continentes no son piezas estáticas.
La teoría de la deriva continental
Partiendo de esa idea de que ambos continentes separados por kilómetros de agua en algún punto habían estado unidos, la ciencia se valió de la arqueología y la geología para intentar certificar que, la similitud entre aquellas formas de la costa africana y la americana, no eran en absoluto una bonita casualidad.
Para demostrarlo, analizaron los fósiles que habían encontrado en África y los compararon con lo que había en la costa de la actual Brasil encontrando similitudes entre ambos que certificaban esa unión en un pasado desconocido. Que con las formaciones geológicas ocurriese algo similar, hacía de el misterio una realidad aún más palpable.
A día de hoy, gracias al desenlace de ese descubrimiento, sabemos que hace 335 millones de años, lo que ahora son dos continentes en realidad fueron uno que englobaba también al resto de regiones de la Tierra. Un supercontinente conocido como Pangea para el que, por aquél entonces, aún hacía falta algo más que esas pruebas para certificar su existencia.
Sería de locos afirmar que el desenlace no es interesante, pero no es menos cierto que la razón por la que se llegó hasta él es aún más sorprendente. Pensábamos en la Tierra como una estructura tan inmensa como inamovible, así que para dar con la clave que explicase ese fenómeno hubo que esperar a una de esas revoluciones tecnológicas que, por desgracia, casi siempre suelen venir de la mano de la cara más belicista de nuestra civilización.
Tecnología bélica al servicio de la ciencia
Uno de los grandes vehículos de guerra que experimentó un salto brutal en lo que respecta a avances tecnológicos durante la Segunda Guerra Mundial fue el submarino. En aquella época, frente a un ataque enemigo que podía resultar devastador, conocer las profundidades del océano resultaba crucial, así que aprovecharon la invención del sónar encargado de buscar icebergs para evitar otra catástrofe como la del Titanic, y llevaron el invento de la Primera Guerra Mundial un paso más allá para perseguir dos objetivos.
El primero era encontrar un escondite que permitiese a los submarinospermanecer ocultos a la espera de poder realizar ataques o frenar rutas comerciales que diese la vuelta a la contienda. En segundo lugar, conocer al dedillo todos los recovecos del mundo submarino para saber dónde buscar cuando estuviesen enzarzados en ese juego del gato y el ratón. Sin embargo, encontraron mucho más que submarinos enemigos. Encontraron las dorsales oceánicas que explicarían el misterio.
Con una inmensa cadena montañosa que recorría el planeta de norte a sur, estas dorsales oceánicas cargadas de gran actividad volcánica submarina creaban un hueco entre la corteza terrestre por el que escapaba el magma. Los científicos que, aprovecharon aquél avance de tecnología bélica para estudiar una de las regiones más desconocidas de nuestro planeta, descubrieron que aquella brecha eran en realidad un hueco entre esas estructuras que hasta entonces considerábamos inmóviles.
Las dorsales oceánicas dejaban escapar el magma, que daba forma a nueva corteza terrestre, y el descubrimiento paso a convertirse en la clave para entender que la superficie del planeta está formada a base de placas tectónicas que navegaban por un mar de lava y que, al chocar y empujarse, se convertían en la explicación a por qué existen los terremotos y sirvieron para dar sentido a la formación de montañas. Junto a todo eso, por descontado, también la explicación a por qué para encontrar la otra pieza del puzle que daba forma a Pangea tenías que viajar 2.848 kilómetros a través del océano hasta poder encontrarla.
Imagen | Yganko
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