Asegura la leyenda que el archiconocido capitán Nemo, investigador, marino e inventor indio cuyo odio hacia Inglaterra solo competía con su amor por las profundidades del océano, murió de anciano dentro de su submarino Nautilus. Eso se rumorea, que su viejo submarino es ahora su sepultura. Yo no me lo creo. Conozco el número suficiente de leyendas como para reconocer que todas ellas, sin excepción, mantienen un delicado equilibrio entre la verdad y la mentira, desbrozan la verdad para teñirla con mentiras, o cortan la mentira en pedazos para encajar una verdad. Y si la leyenda asegura que el capitán Nemo yace muerto en el Nautilus, arrojaré lo falso a un lado, me abrazaré a lo veraz y diré que sí, que el Nautilus pudo hundirse en Pacífico Sur; pero el capitán nunca murió, incluso sigue más vivo que nunca. Es solo que ya se ha jubilado.
Tampoco se trata la suya de una vida corriente como cualquiera que tengamos nosotros, el lector o yo, no se le aplica este tipo de conceptos (“corriente” o “cualquiera”) a un personaje de la imaginación porque su piel son las palabras y los espacios, los latidos de su corazón. Sí sobrevive pero lo hace de una forma incorpórea, enorme, como una nube gris hinchándose de agua, y multiplica su tamaño con el paso de los años. Devora sin tragarlas a ciudades enteras, se extiende por encima de ellas y deja pasar entre sus inmensos brazos la luz del sol. El capitán sobrevive de una forma parecida al viento de poniente, igual de acelerado, de manera que podemos sentirlo y oírlo pero no verlo ni tocarlo.
Buscar al capitán
Una vez comprendemos que el capitán sigue vivo (¡hurra!) y aceptamos que su forma no es la habitual, que no tiene dos brazos y dos piernas y un excelente bigote como nos hicieron pensar los libros, podríamos ser capaces de buscarlo con éxito. Buscarlo, por supuesto, entre los cientos de puertos donde atracó durante su cruzada oceánica (cargada de venganza hindú y romanticismo victoriano), en las bahías prohibidas donde se escondía de sus enemigos, en las selvas de un verde ensordecedor que hacían de baúl de sus tesoros. En Grecia, India, Polinesia, en Australia y las costas africanas, en Sri Lanka, la Antártida, en cualquier isla desierta que evite salir en los mapas.
Sabemos también algunos detalles del lugar donde reposa. Se trata de una ciudad costera y alejada del bullicio del continente, una que sigue su propio ritmo, que parece desenfrenada como las olas del Atlántico pero en definitiva se rompería de ternura al sujetar la barquita de un chiquillo. Una ciudad en perpetuo equilibrio. Donde el mar parece el cielo durante algunos días y el cielo se asemeja al mar durante otros. Donde el cielo, gris, arroja su tinte contra el mar; y el mismo mar, azul, refleja su color en el cielo. Solo en una ciudad de este estilo, tan fundida con el océano que cielo y agua terminen por resultar lo mismo, podría acomodarse el capitán Nemo. No soportaría jubilarse en ningún otro lugar.
Por esta ciudad también corren lágrimas. El mar se traga en ocasiones algunos de sus habitantes. Y la ciudad es entonces una endurecida, tan real dentro de su fantasía, poco dada a los caprichos inútiles que pueden encontrarse tierra adentro. Aquí es donde el capitán Nemo se encuentra a gusto, entre sus iguales; no soportaría estar en ningún otro lugar que no comprendiese los sacrificios que impone el mar, o el vicio que provoca el vaivén vertiginoso de sus olas. El nombre de la ciudad ya es evidente, solo una cumple los requisitos de haber participado en las aventuras del capitán y de ocurrir este milagro de cielos que son mar y que sea valiente hasta rabiar. Su nombre es Vigo.
El tesoro de Rande
Como hace cualquier criatura de la imaginación, el capitán Nemo también se abastecía a su vez de otras leyendas. Llenaba sus arcas con un misterioso tesoro depositado en el fondo de la bahía de Rande. Se dice que, durante la guerra de la sucesión española, ocurrió una batalla violentísima entre franceses y españoles contra neerlandeses y británicos, y se susurra también que los galeones españoles cargaban en ese preciso instante uno de los mayores tesoros traídos jamás desde las colonias de América. Tres años llevaba acumulándose esta barbárica cantidad de oro, plata, pieles y especias en el Nuevo Mundo, tres años que habían ido destripando montañas de plata como el Potosí y lavando los ríos de oro hasta dejar de ellos nada más que arena.
Los enemigos de España atacaron, sedientos por su brillo. Termina la leyenda asegurando que el tesoro se hundió en el fondo de la bahía al naufragar los tres galeones que lo guardaban, y nadie, nunca, jamás, consiguió rescatarlo. Pero ya hemos aprendido. Las leyendas tienen parte de mentira y parte de verdad, precisan de esta mentira para que nosotros deseemos con fuerza que sean reales. La parte real en esta historia apasionante es que existió tamaño tesoro. Es falso que se hundiera en la bahía porque hubo tiempo para descargarlo y llevarlo en borricos a Madrid.
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