“Cuando era chico, iba a pasear a la escollera norte y veía pasar los submarinos”, relata el contraalmirante retirado de la Armada, Alejandro Guillermo Maegli, quien vive en Mar del Plata desde pequeño. En ese entonces, desconocía que, con 27 años y con el grado de teniente de fragata, participaría de la guerra de Malvinas en una de esas naves: el submarino ARA San Luis. No fue casualidad, fue el llamado de la Patria y el instinto de seguir su vocación. Entró a la Escuela Naval y la curiosidad lo llevó a presentar la solicitud para hacer el curso de submarinista.
¿Por qué Maegli fue a la guerra en el San Luis? Tras finalizar el curso, lo destinaron allí. El 82 era su segundo año en el submarino. Para marzo, esperaba la llegada de su primera hija. ¿Acaso alguien se preguntó como vivieron la guerra los familiares de los combatientes? La esposa de Maegli lo hizo con una beba de apenas unos días, acompañada por su madre y a la espera de noticias.
“Uno no tiene una idea exacta de lo que va a hacer en su vida. Las cosas te van sorprendiendo”, se lo escucha confesar. Orgulloso de haber seguido esta especialidad, describe que hay una mística que los caracteriza. “Cuando entré por primera vez a un submarino, tuve la impresión de que las cosas se me venían encima. Es como un caño grande lleno de equipos. Para pasar de un lugar al otro, siempre tenés que pedir permiso o rozar a alguien. A medida que pasa el tiempo, ese lugar es cada vez más espacioso”, describe y concluye: “Es una pasión por la que sacrificás un montón de cosas. Son cosas que te forjan la personalidad. Somos meticulosos porque las cosas son más complicadas”.
Volviendo al momento preciso en que se iba a convertir en padre, Alejandro recuerda: “A fines de febrero del 82, acompañé a mi mujer a un control, y el ginecólogo me preguntó qué pasaba que parecía que íbamos a invadir las Malvinas. ‘¡Doctor, no tengo la menor idea!’. En mi cabeza, estaba el nacimiento de mi hija y el hecho de que el 12 de marzo tenía que zarpar para la primera navegación de rutina, el primer adiestramiento del año”, rememora desde Mar del Plata, la misma ciudad que lo vio partir el 11 de abril de 1982. Alejandro aún mantiene vivo el recuerdo imborrable de aquella noche: sus luces, el ruido del mar calmo y el agua que brillaba. Los detalles de aquellos días permanecen intactos en la cabeza, y quizá también en el corazón, del militar.
A bordo del San Luis, durante el ejercicio de rutina, le llegó el esperado mensaje: “Nació María Inés. Ambas bien”. Pero no fue el único, también recibieron otro: “Finalizadas operaciones, destacarse de inmediato. Cada buque a su puerto”.
Apenas tocó tierra, Maegli pidió autorización para conocer a María Inés. En el camino, se cruzó con un compañero, con quien mantuvo un breve diálogo:
–¿Qué te pasa que tenés esa cara?
–Se pudrió todo. En dos días, zarpamos a las Malvinas.
“Ese fue mi contacto con la realidad; ya llegué medio raro a mi casa. Le pude dar la mano a mi hija, pero, de la felicidad, pasé a las preocupaciones. Al otro día, empezaron a alistar el buque para una patrulla de guerra”, narra.
Comenzaron los preparativos: había que embarcar las armas y reparar el San Luis, porque había tenido un problema en los motores. “El submarino embarca 14 torpedos de 7 metros de largo, no es sencillo ni fácil prepararlos. Además, cada dos años, el casco entraba a dique seco para limpiarlo y sacarle las incrustaciones que le quitan velocidad. Eso lo tuvimos que hacer nosotros con los buzos”, detalla Maegli al tiempo que explica que estos buques son los primeros que despliegan porque tardan en llegar.
¿Qué sensaciones tenían?: “Íbamos a luchar contra la potencia número uno del mundo en guerra antisubmarina. No eran cosas menores, pero había que hacerlas. La idea es que todo se trataba de maniobras para poder negociar. Cuando dejaron de hablar, fue el hundimiento del Belgrano”.
“Señor, tengo un rumor hidrofónico”
“Cuando zarpamos, no estábamos en guerra, era una crisis. Entonces, nos mandaban a un área de espera, que estaba más o menos a mitad de camino entre Mar del Plata y las Malvinas. Teníamos que estar cerca por si el evento escalaba”, especifica Maegli en relación con las instrucciones que recibieron. Luego, había una segunda parte que indicaba qué medidas debían adoptar una vez que la guerra se desatara: acercarse a las Malvinas. Se establecieron diferentes zonas alrededor de las islas, todas recibieron nombre de mujer: “Una se llamaba María, por mi hija, me dijeron años después”, agrega.
El contraalmirante recuerda cada detalle. Cuenta, por ejemplo, que mientras permanecían en el área de patrulla “Enriqueta”, al submarino se le rompió la computadora que controlaría el disparo de los misiles. Intentaron repararla, pero sin éxito. Deberían lanzar los torpedos de modo manual.
Cerca del 28 de abril, recibieron la orden de desplegar a máxima velocidad hacia el área de patrulla María: “Todo contacto es enemigo, atacar. Nadie de la propia Fuerza iba a pasar por esa zona, nos facilitaban la tarea, sabíamos que todo el que pasara por ahí no era amigo”. Durante los días previos, comenta, el ánimo de los tripulantes fue cambiando, las ordenes que recibían sumaban complejidad al panorama.
“Llegamos a la zona de guerra. Estábamos ahí, las islas no las ves, pero las sentís. Nos dedicamos a hacer patrulla hasta que tuvimos el primer contacto, el 1º de mayo. El submarino requiere una maniobra, el snorkel, para poder comunicarlo con la atmósfera. Para hacer la maniobra, es necesario poner en marcha los motores, así se cargan las baterías y se renueva el aire”, explica. La operación a la que se refiere se hacía de manera diaria antes del amanecer para evitar que el enemigo los viera. Maegli hacía guardia todos los días entre las cuatro y las ocho de la mañana, así que siempre estaba presente al momento de activar los motores: “Es la maniobra más riesgosa, porque estas mostrándote y haciendo ruido”.
El comandante acompañaba los 40 minutos, aproximadamente, que duraba la operación, luego se retiraba. Aquel día, una vez que terminaron, le dijo a Maegli: “Cualquier cosa, me avisa”. Minutos después, el marplatense por adopción (nació en Entre Ríos) estaba por terminar la guardia cuando el sonarista detectó un rumor hidrofónico. Estaba en el noreste y era persistente. Cuando Maegli notificó al comandante, este le respondió: “Cubra puestos de combate”.
“La piel se te pone un poquito extraña. Me advirtió que no llamara al personal por el difusor, ya que generaría ruido. Tenía que ir al dormitorio y despertarlos uno por uno. Recuerdo las caras. Todos están preparados para que los llamen, pero cuando te dicen ‘Ponete el autorespirador’… La adrenalina comenzó a circular fuerte”, reflexiona.
Ya en su puesto, se encontraba con las personas que lo acompañaban, todos alrededor de una pequeña mesa: “Cada uno con una actividad febril y nerviosa. Yo estaba sentado, de golpe me empezaron a temblar las piernas. La mesa tenía un caño que soportaba el tablero; intenté enroscar las piernas, me agarré la frente con las manos y puse los codos sobre la mesa para intentar controlar el temblor. De repente, me dije ‘Alejandro, dejá de jorobar’. Cuando levanté la mirada, estaban todos en la misma posición. A la orden de ‘terminar’, comenzamos a bromear”.
Desde las 8 hasta las 10.50, estuvieron acercándose al blanco. Maegli recuerda el horario porque fue cuando el comandante lanzó el torpedo. “El ruido del torpedo saliendo… es otro toque de realidad. Atacamos a unos barcos que se acercaban a la isla. El torpedo no se comportó como tenía que hacerlo: en vez de correr a 10 metros de profundidad por debajo del agua, salió rápidamente a la superficie. Los helicópteros que volaban delante de esos buques dieron alerta y los barcos se alejaron”. Durante aquella jornada, el bautismo de fuego, recibieron hostigamiento hasta las seis de la mañana del otro día. “Nos tiraron con todo lo que tenían. Luego tuvimos que evadir un torpedo. Fueron 24 horas de estrés y con el aire que se agotaba. Finalmente, pudimos salir a superficie y pasamos el informe de contacto; era importante hacerlo para transmitir la certeza de que pasaron esas naves. Después, nos enteramos de la noticia de que habían hundido el submarino Santa Fe. Ese fue un bajón anímico, había compañeros allí”, narra, al tiempo que agrega que, si bien los mensajes que se enviaban estaban cifrados, para que el enemigo no detectara altas o bajas en el volumen de tráfico, las noticias eran constantes. Lo importante y vinculado a las operaciones se encontraba mezclado con noticias periodísticas y familiares. Estas últimas buscaron transmitirlas en momentos puntuales, pues, en vez de levantarles el ánimo, tenían el efecto contrario.
“Ya no éramos las mismas personas”
Luego de aquella jornada, hicieron otro contacto. Lo atacaron, pero, luego, advirtieron que se trataba de un ruido biológico. Durante la guerra, a los ingleses les ocurrió lo mismo mientras buscaban al San Luis.
“Ya no éramos las mismas personas que empezamos. Ya no teníamos la mirada lánguida, queríamos darles, estábamos ahí y había que resolverlo. El summum de eso fue la tercera acción: eran dos naves. La primera venía por el este y se aproximaba rápido. De hecho, nos dejó dando vueltas como a un trompo, ni siquiera nos dio tiempo de acercarnos a distancia de tiro. Luego detectamos otro barco que venía del noreste. La trayectoria de ambos se juntaba en el estrecho de San Carlos”, explica y agrega que, ante ese contexto, el comandante decidió esperarlos: “Si entran por allí, deben salir por el mismo lugar”.
“Preparamos las armas. El comandante se acercó a 4000 yardas –un poco menos de 4000 metros– y decidió lanzar sobre el blanco con menos probabilidad de errarle. Lanzamos el torpedo y salió hacia donde tenía que ir, pero, en vez de explotar, se sintió un ruido seco. Automáticamente, los dos barcos pusieron máxima velocidad y escaparon. Luego, se comprobó que los torpedos tenían muchos problemas”, puntualiza. Los ingleses comenzaron a buscarlos; la situación era insostenible. El aire estaba lleno de radares. “Nos dieron la orden de volver. Cinco días después, llegamos a Puerto Belgrano”, revela.
¿Cómo fue el regreso? “Uno tiene un embale bárbaro, y los otros estaban en otra frecuencia. Estábamos dentro de la dársena. Recuerdo que nos fuimos a dormir y, allí, con el objetivo de evitar ataques comandos, había una especie de guardia que, cada tanto, tiraba cargas pequeñas en caso de que hubiese buzos. Nosotros no lo sabíamos y, a las cinco de la mañana, sentimos el ruido. Veníamos de la guerra, así que pensamos que nos estaban atacando”.
Pasados algunos días, pudieron ir a ver a sus familias, pero tenían que regresar para terminar de alistar al San Luis. La idea era volver a zarpar. Sin embargo, el plan no se pudo concretar, antes llegó la rendición: “El final fue muy triste. Murió gente, muchos conocidos”.
Vivir el hoy con las enseñanzas del ayer
“Todo lo que conté lo vivió un muchacho de 27 años. Hoy tengo 65. Puedo estar tergiversando, por la memoria, algunas cosas. Con el tiempo, me planteé un dilema: uno no tiene ganas de ir a la guerra y dejar a la familia. Pero yo entré a la Armada pensando que esto iba a pasar, más como una posibilidad. Ahora, cuando llega la posibilidad concreta, decís ‘¡A la pucha!’. Es lo que yo quise hacer, el país paga por vos, por las dudas de que en un momento te tenga que llamar. Esa obligación moral, cuando la mezclás con los sentimientos del deber irrenunciable… A mí, no me gustó ir a la guerra, pero, gracias a Dios, fui”, confiesa, al tiempo que resalta que no es la misma persona de 1982.
“Cuando está en riesgo tu vida, hay cosas que te generan sensaciones imborrables. La garganta seca en el momento en el que el sonarista dijo ‘Torpedo en el agua’ (del enemigo) y el submarino empieza a poner velocidad. Eso no lo te podés olvidar, y quizá fueron 40 segundos, pero para mí fueron una vida. El temblor de las piernas y ver que el resto estaba igual o peor que yo, eso tampoco. ¿Qué es el miedo? Algo que tenemos todos, el tema es cómo convivir con él”, sintetiza el contraalmirante.
¿La última sensación de aquella guerra? “La que tuve cuando volvíamos y salimos a superficie. Esa bocanada de aire al abrir la escotilla. Ese olor a vida. Me hizo marino de nuevo”, responde. Maegli, quien, además, resalta un detalle, hoy anecdótico: “Nosotros vivíamos en un departamento con una cocina pequeña, tendría dos metros por uno. Yo no me daba cuenta, pero me quedaba en ese ambiente. Creo que sentía la necesidad de permanecer en lugares confinados. Inconscientemente, buscaba las dimensiones de los 40 días anteriores. Luego, la locura del mundo me llevó de nuevo a la vida. Creo que las familias pueden contar mucho más que uno”.
“Ahora, entré en rutina de patrulla”, bromea Maegli en relación con la cuarentena. Con su experiencia, y sin perder el humor, se permite compartir algunos consejos: “No sé si todo el mundo está preparado para el confinamiento. No hay que abandonarse a lo aleatorio, hay que hacerse rutinas, no muy estrictas, para pasar el día. Yo, por ejemplo, camino una hora diaria por mi casa. Mi esposa me reta porque le paso por arriba de la alfombra”.
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