La palabra “inmersión” no formaba parte de nuestro vocabulario hasta que la aprendimos en aquella teleserie de submarinos, Viaje al Fondo del Mar, cuando todavía la tele era de blanco y negro, aunque parecía gris. Y así entendimos que la inmersión consiste en la inclusión de un sólido en un líquido; en aquél caso el submarino en el mar.
Sería divertido volver a ver alguno de aquellos capítulos pues los efectos especiales que en la época nos dejaban boquiabiertos, hoy posiblemente no darían la talla de un disfraz casero de carnaval. Pero por entonces era lo que había, y resultaba divertido y hasta pedagógico.
La serie nos enseñó algunos de los elementos básicos de los submarinos, de su estética y funcionamiento. Más tarde supimos que algunos animales que en la serie parecían de fantasía habitan efectivamente los fondos abisales.
Pero la historia de los submarinos que nosotros descubrimos en los 60 viene de lejos. De hecho, hay testimonios de que, ya en el siglo XVI, hubo quien pudo sumergirse en el agua sin que se apagase el fuego de la antorcha que portaba. Ahora bien, el desarrollo y diseño de los sumergibles, tal y como hoy los entendemos, es mucho más reciente.
Isaac Peral fue uno de los pioneros, autor de una gloriosa página de la historia de la navegación submarina. El torpedero de propulsión eléctrica que diseñó, adelantándose a su tiempo, fue botado en Cádiz en 1888. Aquél artilugio, que habría proporcionado a la armada española la ventaja frente a sus adversarios que pronto echaría en falta, fue sin embargo desautorizado y descartado, paradójicamente, por los gobernantes de la época, a causa de su falta de visión, de oscuras conjuras palaciegas y grandes dosis de envidia, el gran pecado peninsular, que invadieron los centros de decisión por la notoriedad y prestigio social que el magnífico inventor había alcanzado.
Diez años después, España perdía estrepitosamente la guerra hispano-estadounidense y sus territorios en el Caribe y Filipinas, arrepintiéndose del grotesco portazo que dio al genial y poco comprendido Peral.
Y aunque el término “inmersión” nos pilló por sorpresa en la niñez, en realidad se trataba de un acto que ejercitábamos de manera frecuente y autodidacta en verano en nuestras playas, pues nuestras familias ya formaban parte de aquella incipiente clase media que podía ofrecer a sus hijos gafas, tubo y aletas. Por entonces, en nuestras aguas abundaban salmonetes, pulpos y lenguados, e incluso congrios, aunque ya no se veían las lubinas y doradas de diez libras que nuestros aitas nos decían frecuentaban nuestras costas apenas dos décadas atrás.
Hoy, nuestros fondos marinos lucen más ralos, buena prueba del riesgo que el humano entraña para la biodiversidad y lo difícil que es un desarrollo sostenible y respetuoso con el medio ambiente.
A pesar de ello, algunos de los que se iniciaron en el buceo en aquella época continúan con la práctica, habiendo compensado la escasez de peces con mucha afición y un equipamiento más profesional, incluido el neopreno, que en aquella época era también objeto de televisión. Con peces o no, de todas formas, el agua siempre fue y será reto y obsesión para el ser humano.
Arquímedes reflexionó ya sobre el asunto y enunció su Principio, según el cual, un cuerpo sumergido en un fluido en reposo recibe un empuje hacia arriba igual al volumen del fluido que desaloja. De ahí que sea más fácil la inmersión con un cinturón de plomo y tan difícil con un flotador.
Pero, por mucho que lo intentemos, a los humanos la biología nos impone vivir en tierra o en la superficie del agua y, aunque se diga que quien muestra arrojo y valentía “tiene agallas”, la expresión es solo un eufemismo pues no ha nacido aún humano que pueda respirar bajo el agua, ya sea dulce o salada.
Sin embargo, lo imposible nos atrae y, por eso, en el ámbito de la inmersión, se siguen planteando nuevos retos y batiendo récords impensables. Hay, por ejemplo, quien es capaz de aguantar más de veinte minutos sin respirar metido en una cabina llena de agua, quien desciende más de cien metros en apnea o buceo libre, a pulmón, o más de trescientos metros con botellas. Y para la mayoría cruzar la piscina municipal buceando de un tirón es ya en sí una hazaña.
El submarino, además de ser uno de los inventos tecnológicos más singulares, también ha motivado buenos chistes. Se dice, por ejemplo, que cuando las jóvenes parejas al atardecer se sientan románticos frente al mar, en realidad contemplan “carreras de submarinos”.
Pero si “inmersión” fue una de las palabras curiosas e inolvidables que aprendimos en aquella serie de submarinos, “periscopio” fue otra de ellas. Y es que aquellos mecanos gigantes, buceadores metálicos, no sólo eran capaces de surcar el mar sumergidos, invisibles para quienes habitaban la tierra o navegaban por la superficie del mar, sino que además podían emerger, sin ser vistos, y asomar únicamente el periscopio, como el cuello del cormorán, permitiendo a su tripulación ver sin ser vistos.
Hoy toda esa tecnología ha evolucionado enormemente y nuestros mares son vigilados por gigantescos submarinos nucleares anónimos cuyo coste es inimaginable. Sólo muy de vez en vez, cuando se produce alguna catástrofe, nos enteramos.
Pero, sin necesidad de semejantes cacharros, cada uno de nosotros vivimos inmersos en nuestro día a día. Y lo hacemos individualmente pero también a nivel colectivo, pues la introspección es necesaria y práctica habitual de colectividades y pueblos. Por ello, cada vez resulta más indispensable el uso del periscopio para ver cómo cambia y progresa el mundo, como se reorganiza, qué prioridades establece en el ámbito de lo social, de la educación, de la tecnología y de la industria, qué alianzas internacionales se fraguan y cómo éstas van cambiando sutil pero permanentemente, convirtiendo a antiguos adversarios o incluso a enemigos en aliados ante lo que son las nuevas y cambiantes amenazas y retos.
Noticias de Guipúzcoa
ENRIKE ZUAZUA
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