El misterio todavía está sin desbrozar. Con su inmensa capa de espesura, de praderas subacuáticas, de historias débiles y rumores tendenciosos. Nadie sabe en realidad lo que ocurrió. Ni siquiera los papeles oficiales, deformados en su amago de incertidumbre por la neblina del tiempo y la artificiosidad de las tensiones ideológicas. En Málaga, si se habla de un submarino, todos los investigadores apuntan inmediatamente al C3, el torpedero republicano derribado en la bahía. Pero existe otro, el B5, de trazos novelescos, con un cuerpo hecho de sombras y de ambigüedades, testigo único de la batalla psicológica que emborronó España al inicio de la guerra.
Más de setenta y cinco años después de su desaparición, el expediente del caso sigue siendo confuso. La única certeza es que su hundimiento, del que, sin embargo, no existe constancia física, se produjo en aguas de la provincia. Y que su pérdida puso punto y final a la vida de las 37 personas que viajaban a bordo. Entre ellas, el capitán Carlos Barreda Terry, que representa un papel capital en la trama inhóspita de espionaje que reviste al naufragio.
La caída del B5, sin apenas literatura en España, a excepción del fantástico manual de José Ignacio González- Aller y Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, actualmente descatalogado, recluta todavía conjeturas en todas direcciones. Javier Noriega, de la empresa de arqueología Nerea, ha investigado el derrumbe hasta los límites especulativos que representan el mar y la falta de garantía de los documentos. El extravío, sostiene, se encuadra en un tiempo de intrigas bélicas y sospechosas dobleces, en el que la captura de las máquinas de guerra suponía mucho más que un nuevo desbarajuste en la artillería . Sobre todo, si se trataba de submarinos. Al principio de la guerra, tras el golpe militar, los doce torpederos de inmersión habían quedado del lado de la República. La flota, encallada en Cartagena, tenía al puerto de Málaga como escenario de operaciones en posiciones avanzadas. Y la consigna era clara: derruir a cañonazo limpio toda nave nacional que saliera de África con la intención de alcanzar la península.
Las tropas nacionales, que tuvieron que recurrir a la ayuda extranjera para contrarrestar el poderío naval de las milicias, se vieron obligadas a iniciar una campaña para animar a la traición entre las filas enemigas. Aunque la armada había jurado lealtad al gobierno de Madrid, muchos oficiales tenían dudas y urdían planes más o menos sigilosos y suicidas para pasar a territorio nacional. La psicosis entre los republicanos había escalado, además, a partir del escándalo del B6, que se fue a pique en el Cantábrico, a apenas quince millas del cabo Peña, después de que su capitán saboteara la nave para ingresar como héroe en el ejército de los golpistas.
La pérdida del submarino, precedida por un pantomima en alta mar que incluyó la apertura a conciencia de los escotillones y una tímida respuesta en el fuego cruzado, multiplicó las suspicacias de las autoridades republicanas, que a partir de ese momento redoblaron la vigilancia en el interior de las naves para evitar traiciones y amotinamientos. En el B5 viajaba un comité político cuyo máximo representante no perdía ni un segundo de vista a Carlos Barreda, que tenía fama de derechista. Si el capitán se agachaba para mirar por el periscopio, el comisario también lo hacía. Y más después de que el submarino sufriera un accidente poco claro, con inundación incluida de los compartimentos.
El 12 de octubre de 1936 el B5 fue bombardeado por un hidroavión en la costa de Estepona. Acosada por los disparos, la nave se sumergió, pero sin que las tropas enemigas tuvieran certeza de haber dado en el blanco. Tres días más tarde hubo un telegrama del capitán. A partir de ese momento, las alusiones al torpedero escasean y se vuelven fantasmales. Nacionales y milicianos coinciden en sus comunicaciones internas en dar por perdido el barco. Del naufragio, no obstante, se volvería a hablar al final de la guerra, con el proceso puesto en marcha a través de la solicitud de la viuda de Barreda, que quería que su marido fuera recordado con galones de mártir fascista y no de militar republicano. Si tumbó o no su propia nave es un enigma diluido en el agua. La caza del Octubre rojo a la española.
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Lucas Martín
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